viernes, 17 de octubre de 2014

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Miércoles 30
Costillitas de cerdo con papa natural/Gelatina
Tortilla de papa con ensalada de zanahoria/Manzana
Todavía durándome el recuerdo de anoche, me levanté con el firme propósito de ser una madre tolerante.
Ya en la esquina, María se acordó de que no llevaba el material para Artesanal. Corolario: subí los dos pisos a los tiros y cacé al vuelo retazos y botones mientras Luis gritaba porque se hacía tarde  y María lloraba porque Luis gritaba. Los despedí y me dispuse a leer el diario, pero tamaño griterío despertó a los otros dos pensionistas. Paula y la lucha para cambiarle los pañales; Federico y la lucha para que se lavara los dientes.
Bajamos y tomaron la leche contentísimos. Es un plato como Paula repite todo cuanto dice su hermano y los fulminantes ataques de ternura que esto provoca en él.
Felisa llegó temprano y aproveché para ir a lo de Verónica a seguir trabajando. Cuando me quise acordar eran las doce. Salí corriendo y llegué justo a tiempo, agitada. Pese a mi apurón, María resolvió ir a comer a casa de Alejandra.
Almorzamos en paz. Se nota cuando falta alguno: individualmente suelen ser un encanto. El problema es cuando están juntos (solo el 95% del tiempo) y luchan por ser la estrella de a película. Idilio entre Paula y Fede. Si María los hubiera visto la internan. Para no entrar en conflicto con mi hijo, resolví pasarle un trapo por las zapatillas y otro por los pitucones. Él, chocho de ahorrarse la sagrada cambiada. Muchas veces me cuestioné mi obsesión por la ropa de los chicos, la necesidad de que salgan impecables para la escuela. Tal vez se remonte a mis zapatos sin lustrar, el ruedo del delantal descosido, las uñas sucias. Soy capaz de subir dos pisos corriendo para que no les falte el pañuelito en el bolsillo. (¨¿Piensa que sus chicos se afligirían mucho si les faltara el pañuelo?, es a usted a quien le faltó¨, me hizo reflexionar una tal Ana María). Por las dudas sigo verificando diariamente su presencia. Me tranquiliza.
Llevé a Fede al Jardín con Paula. Después la acompañante no quiso abandonar el tobogán y la tuve que retirar, llorando a los gritos y a la rastra, ante las maestras que intentaban serenar los ánimos. En el coche me pidió que encendiera la radio y, muy contenta, se puso a bailar. La gracia en dos patas, imposible seguir enojada con ella.
Llegamos, la cambié y la acosté, cuentito mediante.
Carmen al teléfono. Eric internado: le detectaron diabetes. Desesperados. Una bomba de tiempo para toda la vida.
Corté angustiada. En un instante revaloricé mi presente. Los tres críos sanos como lechones. Y, a pesar de ello, mi sensación de tener que estar siempre alerta. Ante la menor pavada me alarmo. El fastidio de Luis que me tilda de exagerada. Demasiado pesada la historia de Andresito. Cuántas miles de veces me la habrá contado mamá. Me veo en el cementerio, todavía analfabeta, pidiéndole a Claudia que me descifrara las lápidas. Inventándonos historias para cada tumba, para cada muerte. Mamá repitiéndonos hasta el cansancio lo hermoso que había sido, lo inteligente. El médico que equivocó el diagnóstico. Y después mamá llevándolo muerto en un taxi para evitar la autopsia. Pero entonces ese era un cuento más entre los que solía contarme. La historia resucitó cuando María repitió los síntomas, a los pocos días de enterarme del embarazo de Federico (¿coincidencia?). Falso crup. Mi alarma pese a la tranquilidad que Montes intentaba transmitirme; la desesperación de mamá. Las horas haciéndole baños de vapor. Mis náuseas. Recuerdo el amor con que lo soporté, la infinita paciencia con que le leía un cuento tras otro para entretenerla. Días. ¿Adónde se fue mi tolerancia? Los benditos baños de vapor, infaltable remedio decretado por Montes ante cualquier resfrío, cualquier tos. Casi siempre de madrugada, para colmo. Recién ahora entiendo el fastidio con que mi prima relataba los dichosos baños, fastidio que no pude perdonarle antes de mi tercer hijo. Qué fácil era juzgarla cuando yo era una adolescente convencida de que sería una madre perfecta. En fin. Sigo con mis deberes.
Dejé a Paula dormida y fui a encargar las plantillas para Federico. Un disparate lo que salen. Encima, la lucha posterior para que se las ponga. De nuevo con la lengua afuera llegué a buscarlo. Vino a casa con Santiago, el más diablo.
Paula ya se había despertado y Felisa la había vestido: pantalón marrón, buzo azul, medias rojas. Parece que lo hiciera a propósito. Les di a los tres la merienda y, pretextando un elástico roto, para no herir susceptibilidades, la cambié. Fui entonces con ella a buscar a María mientras los chicos se quedaban con Felisa.
Al entrar al cuarto casi me infarto: habían sacado todo. Cuando había logrado que empezaran a ordenar llegó la mamá de Santiago. La convidé con un café. Me contó de los problemas del nene con la caca. Retiene durante una semana y cuando ya no puede más le agarra el ataque porque, por supuesto, sabe que le va a doler. Le comenté lo padecido con María. Creo que fue el primer quiebre de nuestra relación. El segundo, en realidad. El primero una tarde que volví del trabajo, como siempre a los apurones, y no quiso venir conmigo, prefiriendo los brazos de Felisa. Tendría poco más de un año. Me tiré en la cama a llorar. Llorando me encontró Luis cuando llegó a casa. Resolvió que cenaríamos afuera. María en la sillita alta. Yo con tanto rencor que ni quería mirarla, pese a los intentos reparadores de Luis. No era el centro de su universo. Sentí que carecía de sentido ese año a las corridas para no faltar jamás a un almuerzo, a una merienda. Los conflictos con Giménez  en la Clínica hasta que no tuvo más remedio que aceptar, él, tan estricto al respecto, mi nuevo horario. Demasiados sacrificios. No pude perdonarle su indiferencia. Yo tan nena como ella.
Sigo (las disgresiones también forman parte del trabajo, ¿no?).
Sigo. Segundo quiebre: la constipación de María desde el año y medio a los tres. La veo agachada, agarrándose la cola, todavía con pañales, para tratar de retener la caca. Los consejos de Montes. Mi obediente paciencia que al quinto día era desplazada por mi ansiedad. Mi miedo. Entonces la sentaba en la pelela. María a los gritos; yo, sujetándola. Y el episodio eclipsado hasta la próxima semana. Su única rebeldía porque hasta ese momento ella había sido un dulce total. Pero un buen día me  superó y le dije, tranquila, que si no quería hacer caca nunca más en la vida, no hiciera. Escándalo fenomenal. Me encerré en mi cuarto para no escucharla. Terminó yendo por primera vez sola al baño y asunto definitivamente solucionado. Creo que uno puede proponerse conductas, estrategias, pero que solo dan resultado cuando de veras vienen de adentro. Cuando vi a Paula esforzándose por retener, me juré ni mirarla. Y lo que en María llevó más de un año, con la benjamina se  resolvió en diez días. Algo se aprende a fuerza de equivocarse.
(Interrumpo para releer estas líneas. Se nota que hoy no tengo apuro: Luis en el curso y los tres monitos dormidos)
Continúo. Se fue Santiago y le pedí a Federico que ordenara. Para qué. Porque empecé por las buenas, seguí con las amenazas y terminé con un chirlo. Él, firme en su propósito. Bajé para serenarme, no quería volver a pegarle. Y él detrás de mí. Yo ignorándolo. Mami, ¿qué te pasa? ¿Cómo que me pasa?, estoy enojada porque no ordenaste. ¿Querés que ordene ahora? ¡Claro! Desapareció. Al rato, curiosa, subí. Lo encontreé parado en una silla, tratando de guardar los autitos en la repisa. Me enterneció y lo ayudé, con gran alegría de su parte. ¿Cierto que cuando estás enojada igual me querés? Abrazos y besos mil.
María se bañó mientras yo organizaba la cena. Bajó reluciente con su robe y sus peludas nuevas. Un sol. Está enorme: larguísima y finita. Comimos bien a pesar de que Paula se atragantó con la manzana y nos dimos un susto bárbaro.
La ayudé a María a preparar la mochila. El cuaderno pidiendo cambio de forro. Por suerte encontré uno que le encantó. Me tranquiliza tener mi propia librería de emergencia.
Subimos. María se acostó reclamando un cuento. Cuando terminé de bañar a sus hermanos fui hasta su cama. Ya estaba dormida con el librito entre las manos. Me morí de pena, de culpa. Intenté despertarla para cumplir mi promesa pero fue inútil: es un lirón. Los menores empezaron a saltar en la cama de Federico. Les canté una canción y conseguí que se acostaran.
Lavé los platos, me bañé y aquí estoy, entre sábanas, escribiendo, gozando de esta tranquilidad que me cuesta creer.
No fue tan malo el día, sacando el altercado por el orden. Pero interminable.

Siento pasos en la escalera. Sí, es Luis. Con dos cafés. Le conozco la sonrisa. Creo que terminará bien la jornada.

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