viernes, 24 de octubre de 2014

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Sábado 2
Bifes a la criolla/Peras al natural
Rodajas de zapallo a la napolitana/Yogur
Me resisto a contar mi día. Es como contar de nuevo el de ayer a pesar de que hoy me ahorré los transportes escolares. Pero no estuve nerviosa, estuve triste. Triste de sentir que todas las actividades que estaba desarrollando con los chicos me sabían a obligación.
Recuerdo cuando bañar a María formaba parte de mis gratificaciones diarias. El placer de verla chapotear, sin importarme las inundaciones; de cantarle mientras jugaba. Aunque también me llegan otras imágenes: Luis en Caracas a los cuatro meses de Paulita. María y Fede en la bañadera. Yo llenando el catre con una mano  mientras sostenía a Paula con la otra, siempre de malhumor a esa hora. Si la depositaba se ponía a llorar y todo era un fracaso: el baño, la mamada, la dormida. La manguera que fatalmente se me escapaba. Con la toalla entre los dientes, trataba de sacar a la beba del agua y bajar, al mismo tiempo, la tapa del catre, justo en el momento en que a María se le ocurría salir o a Federico le había entrado jabón en los ojos. Lloré de impotencia más de una vez. Ahora los tres en la bañera, divirtiéndose juntos pese al despiole resultante. La permanente sensación de estar arriándolos. Difícil terminar sin retar a alguno.
También los cuentos. Transformados en una obligación después de muchos años en que fueron un placer compartido.
Los disfruté a los tres, ¿por qué ahora no puedo disfrutarlos?, ¿en qué instante se rompió algo dentro de mí? No logro comprenderme. Los deseé desesperadamente. Todavía por momentos me asaltan las ganas del cuarto. Entonces, ¿qué es lo que pasa?, ¿o les pasa a todas las mujeres y no lo confiesan, no se animan a confesarlo? Algunas. Susana reconociendo que no debería haber tenido tres hijos, dudando de su vocación de madre; Gloria admitiendo que empezó a disfrutar de los suyos cuando la menor tenía nueve años; Claudia preguntándome, al comentarle que buscaría un tercero ¿para qué?, abrumada por los once meses de diferencia entre sus nenas; Carmen declarando, cuando Eric era un bebé, que jamás tendría otro hijo; Raquel jurando (y cumpliéndolo) renunciar a los niños en aras de su carrera; mi prima agotada con sus cuatro; Verónica, que me sorprendía por su calma, empezando a impacientarse con las nenas. Pero también Alicia sosteniendo que sus tres varones no se pelean, que no le dan trabajo; Evi disfrutando de su unigénito que le pide insistentemente un hermano, sumiéndola en la culpa; Marisa todavía en franco idilio con su bebé, mirándome con extrañeza cuando le cuento mis dramas familiares. ¿Quién tiene razón?, ¿quién es la dueña de la verdad?
Crecí planeando cuántos hijos tendría. Recuerdo una lista con treinta (a fuerza de mellizos y cuatrillizos) con sus respectivas fechas de nacimiento, programadas en el tiempo. Los planos de la casa; fotos de todos los ambientes sacadas de revistas de decoración compradas exprofeso; ropa recortada para cada uno de figurines infantiles; planillas de horarios de las actividades escolares y extraescolares. Decidiendo a través  de los dados el sexo del eterno futuro hijo. Consultando a continuación las listas de nombres extraídas de diversos libros y revistas. Y, por si fuera poco, además de atenderlos siempre con una sonrisa, yo era arquitecta y ejercía. Qué fácil era todo. ¿Qué edad tendría?, ¿quince? Duró un par de años el juego. Como una segunda vida prolijamente oculta de todos, circunstanciales novios inclusive. De mamá que no entendía cómo llenaba mis horas, qué recortaba, qué escondía cuando ella abría la puerta de improviso.
Ahora son solo tres y, a pesar de que todavía me parece chica mi familia, mis fuerzas se desmoronan. Es que con esos treinta hijos de papel jamás tenía problemas porque había sabido educarlos. Parece que con los reales no tuve tanto éxito porque son tres cirujas, viven peleando, rezongando. Creo que es casi una estafa a mis sueños. Me expulsaron del paraíso. No me resigno a haberme convertido en una mamá gritona. Yo no tenía que ser así.
Por otro lado, no puedo pretender que mis hijos sean tranquilos si desde que estaban en la panza no paré un minuto. Me recuerdo con Fede de un mes, metiendo el moisés en el auto por tercera vez en el día, Felisa diciendo: con este entrenamiento si le sale abombado, devuélvalo. Y no hizo falta porque a los seis meses gateaba, caminaba a los diez. Un cohete, un remolino de vida. Pero hay que seguirle el tren, María es más tranquila aunque más malhumorada; Paula en vías de ser otro Federiquito. A veces me digo que tendríamos que darles menos de comer, quizá disminuirían sus energías.
Sin embargo, me siento identificada con ellos. No nacieron de brote, son mis hijos. Yo tampoco soporto estarme quieta, mientras estoy haciendo algo, planeo lo que haré en el minuto posterior. No obstante, se parecen a mí de adulta, no a la nena que fui. No puedo entenderlos cuando defienden sus derechos, porque yo no me animaba a pedir algo dos veces para no molestar. Recuerdo que Diana me contaba que la madre la corría alrededor de la mesa para pegarle. No me cabía en la cabeza. Si mi mamá me llamaba (y nunca me pegó), yo iba, no me permitía a mí misma dejar de ir. Y yo, que no corrí como hija, corro como madre. Faltándome la impronta. Volviendo entonces la sensación de estafa. Si fui santa de niña, la lógica indicaría que santos mis niños tendrían que ser. Pero no lo son. Tres diablos con patas, tres máquinas de hacer lío. Quizás es herencia paterna, pues según cuenta mi suegra, Luis le dio bastante trabajo. Solo María retiene ciertas características de mi infancia, porque es incapaz de desobedecer abiertamente pese a sus interminables rezongos. Pero los dos menores, anarquistas.

Y yo defiendo a capa y espada mis incorruptibles normas, que descubro a veces con fastidio, son las mismas que esgrimía mamá. Esas normas que yo acataba sin cuestionamientos, siempre haciendo méritos para ser querida, siempre preocupada por agradar. Parece que mis hijos no dudan de mi amor, de nuestro amor, por eso se dan el lujo de portarse tan mal como se les canta. Ya han comprobado que pese a lo que hagan, a lo que digan, a lo que rompan, los seguimos queriendo, pese también a los gritos, a un ocasional chirlo. Mirándolo desde ese punto de vista sus diabluras tendrían que tranquilizarme. ¿Por qué será que me ponen tan nerviosa?

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