Sábado 2
Bifes a la
criolla/Peras al natural
Rodajas de
zapallo a la napolitana/Yogur
Me
resisto a contar mi día. Es como contar de nuevo el de ayer a pesar de que hoy
me ahorré los transportes escolares. Pero no estuve nerviosa, estuve triste.
Triste de sentir que todas las actividades que estaba desarrollando con los
chicos me sabían a obligación.
Recuerdo
cuando bañar a María formaba parte de mis gratificaciones diarias. El placer de
verla chapotear, sin importarme las inundaciones; de cantarle mientras jugaba.
Aunque también me llegan otras imágenes: Luis en Caracas a los cuatro meses de
Paulita. María y Fede en la bañadera. Yo llenando el catre con una mano mientras sostenía a Paula con la otra,
siempre de malhumor a esa hora. Si la depositaba se ponía a llorar y todo era
un fracaso: el baño, la mamada, la dormida. La manguera que fatalmente se me
escapaba. Con la toalla entre los dientes, trataba de sacar a la beba del agua
y bajar, al mismo tiempo, la tapa del catre, justo en el momento en que a María
se le ocurría salir o a Federico le había entrado jabón en los ojos. Lloré de
impotencia más de una vez. Ahora los tres en la bañera, divirtiéndose juntos
pese al despiole resultante. La permanente sensación de estar arriándolos.
Difícil terminar sin retar a alguno.
También
los cuentos. Transformados en una obligación después de muchos años en que
fueron un placer compartido.
Los
disfruté a los tres, ¿por qué ahora no puedo disfrutarlos?, ¿en qué instante se
rompió algo dentro de mí? No logro comprenderme. Los deseé desesperadamente.
Todavía por momentos me asaltan las ganas del cuarto. Entonces, ¿qué es lo que
pasa?, ¿o les pasa a todas las mujeres y no lo confiesan, no se animan a
confesarlo? Algunas. Susana reconociendo que no debería haber tenido tres
hijos, dudando de su vocación de madre; Gloria admitiendo que empezó a
disfrutar de los suyos cuando la menor tenía nueve años; Claudia preguntándome,
al comentarle que buscaría un tercero ¿para
qué?, abrumada por los once meses de diferencia entre sus nenas; Carmen
declarando, cuando Eric era un bebé, que jamás tendría otro hijo; Raquel
jurando (y cumpliéndolo) renunciar a los niños en aras de su carrera; mi prima
agotada con sus cuatro; Verónica, que me sorprendía por su calma, empezando a
impacientarse con las nenas. Pero también Alicia sosteniendo que sus tres
varones no se pelean, que no le dan trabajo; Evi disfrutando de su unigénito
que le pide insistentemente un hermano, sumiéndola en la culpa; Marisa todavía
en franco idilio con su bebé, mirándome con extrañeza cuando le cuento mis
dramas familiares. ¿Quién tiene razón?, ¿quién es la dueña de la verdad?
Crecí
planeando cuántos hijos tendría. Recuerdo una lista con treinta (a fuerza de
mellizos y cuatrillizos) con sus respectivas fechas de nacimiento, programadas
en el tiempo. Los planos de la casa; fotos de todos los ambientes sacadas de
revistas de decoración compradas exprofeso; ropa recortada para cada uno de
figurines infantiles; planillas de horarios de las actividades escolares y
extraescolares. Decidiendo a través de
los dados el sexo del eterno futuro hijo. Consultando a continuación las listas
de nombres extraídas de diversos libros y revistas. Y, por si fuera poco,
además de atenderlos siempre con una sonrisa, yo era arquitecta y ejercía. Qué
fácil era todo. ¿Qué edad tendría?, ¿quince? Duró un par de años el juego. Como
una segunda vida prolijamente oculta de todos, circunstanciales novios
inclusive. De mamá que no entendía cómo llenaba mis horas, qué recortaba, qué
escondía cuando ella abría la puerta de improviso.
Ahora
son solo tres y, a pesar de que todavía me parece chica mi familia, mis fuerzas
se desmoronan. Es que con esos treinta hijos de papel jamás tenía problemas
porque había sabido educarlos. Parece que con los reales no tuve tanto éxito
porque son tres cirujas, viven peleando, rezongando. Creo que es casi una
estafa a mis sueños. Me expulsaron del paraíso. No me resigno a haberme
convertido en una mamá gritona. Yo no tenía que ser así.
Por
otro lado, no puedo pretender que mis hijos sean tranquilos si desde que
estaban en la panza no paré un minuto. Me recuerdo con Fede de un mes, metiendo
el moisés en el auto por tercera vez en el día, Felisa diciendo: con este entrenamiento si le sale abombado,
devuélvalo. Y no hizo falta porque a los seis meses gateaba, caminaba a los
diez. Un cohete, un remolino de vida. Pero hay que seguirle el tren, María es
más tranquila aunque más malhumorada; Paula en vías de ser otro Federiquito. A
veces me digo que tendríamos que darles menos de comer, quizá disminuirían sus
energías.
Sin
embargo, me siento identificada con ellos. No nacieron de brote, son mis hijos.
Yo tampoco soporto estarme quieta, mientras estoy haciendo algo, planeo lo que
haré en el minuto posterior. No obstante, se parecen a mí de adulta, no a la
nena que fui. No puedo entenderlos cuando defienden sus derechos, porque yo no me animaba a
pedir algo dos veces para no molestar. Recuerdo que Diana me contaba que la
madre la corría alrededor de la mesa para pegarle. No me cabía en la cabeza. Si
mi mamá me llamaba (y nunca me pegó), yo iba, no me permitía a mí misma dejar
de ir. Y yo, que no corrí como hija, corro como madre. Faltándome la impronta. Volviendo entonces la sensación de estafa. Si fui santa de niña, la
lógica indicaría que santos mis niños tendrían que ser. Pero no lo son. Tres
diablos con patas, tres máquinas de hacer lío. Quizás es herencia paterna, pues
según cuenta mi suegra, Luis le dio bastante trabajo. Solo María retiene
ciertas características de mi infancia, porque es incapaz de desobedecer
abiertamente pese a sus interminables rezongos. Pero los dos menores,
anarquistas.
Y
yo defiendo a capa y espada mis incorruptibles normas, que descubro a veces con
fastidio, son las mismas que esgrimía mamá. Esas normas que yo acataba sin
cuestionamientos, siempre haciendo méritos para ser querida, siempre preocupada
por agradar. Parece que mis hijos no dudan de mi amor, de nuestro amor, por eso
se dan el lujo de portarse tan mal como se les canta. Ya han comprobado que
pese a lo que hagan, a lo que digan, a lo que rompan, los seguimos queriendo,
pese también a los gritos, a un ocasional chirlo. Mirándolo desde ese punto de
vista sus diabluras tendrían que tranquilizarme. ¿Por qué será que me ponen tan nerviosa?
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