lunes, 6 de octubre de 2014

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Viernes 25
Polenta con manteca y queso/Gelatina
Fideos con huevo frito/Manzana
Después de acompañar a María a la escuela (hoy fue un drama despertarla), Luis volvió, decidido a llevar a  Federico a cortarse el pelo.  Antes de que salieran busqué la máquina, cargada por suerte. La foto póstuma. Fue un impacto verlos regresar: ese no era mi Pepo. El hermoso flequillo desaparecido. Los mismos ojazos bajo una frente que me resultó desconocida. Me dolieron las entrañas. Pero, heroicamente, me asomé al objetivo para obtener la contrafoto. Él me sonreía, orgullosísimo, chocho con su raya igual a la del padre. Cuando Felisa lo vio, no pudo disimular su cara de desconsuelo. Recordé la historia contada por papá, portador de larguísimos bucles hasta los tres años. Parece que un buen día mi abuelo perdió la paciencia y lo llevó a la peluquería. Cuentan las malas lenguas que mi abuela se pasó toda la tarde en cama, llorando. Recién ahora puedo entenderla.
Llegó la hora del Jardín. Nora lo vio y me miro: sentí que me pedía disculpas con los ojos. Me acerqué y le comenté cuánto nos había servido la charla de ayer. Fede, mientras tanto, subía la escalera a los saltos, fascinado por los comentarios que desertaba a su paso.
Después fui a lo de Verónica para empezar el postergado informe. La lleve a María, con la intención de que entretuviera un poco a Josefina, que está con varicela (los tres míos inmunizados, Paula a los cuarenta y cinco días, mejor ni me acuerdo). Me encontré con una Verónica destruida porque la nena se durmió a las cinco de la mañana. Me confesó que a la madrugada se puso a pegarle a la almohada de rabia, de pura impotencia ante los gritos de Josefina, enloquecida por las vesículas en la vagina (¡qué enfermedad de mierda!) y ante su propio insostenible cansancio.
A las 4.50 salí a los piques a buscar a mi peladito. Como a las seis teníamos hora con la dentista, llegué a casa confiando en que Luis ya estaría para quedarse con Paulita. Gran desilusión. Me encontré, como todos los fines de mes, pagándole a Felisa, después de nuestras intrincadas cuentas de adelantos, préstamos e hiperinflación, que ni nosotras mismas terminamos de entender, mientras los monos reclamaban la merienda. Cuando estaba calentando la leche sonó el teléfono: Luis. Para variar se le había hecho tarde. Me pidió la nueva dirección de Celina y quedó en ir para allá.
Interín, búsqueda de agenda incluida, la leche hirvió y se volcó sobre el quemador. A María tuve que colársela porque, como había hervido, tenía nata y ella es muy delicada al respecto.
Le pasé el peine a María y le lavé la cara a Federico, todo cuanto pude hacer, dada la hora, por el aseo de ambos. Se lavaron los dientes a las apuradas y metí a los tres en el auto a los empujones.
Todavía restaba comprar los prometidos cepillos de dientes, rito inmodificable previo a cada visita al dentista. Además, ya estaban en estado lamentable, estado que alcanzan al segundo día de uso. Recién conseguí la marca que recomendó Celina en la tercera farmacia consultada, lo que significó, claro está, encontrar tres veces donde dejar el auto. Mi presión interna en ascenso. Cuando le entregué el cepillo a María (que no quería ni rosa ni celeste) y a Federico (ni amarillo ni verde), a Paula le agarró un ataque que intentamos dominar inútilmente con las cajitas vacías. Lloró hasta que llegamos. Ya eran las 18.05 y tuve que dar dos vueltas para estacionar, mientras la transpiración corría por mi cuerpo.
Había solo un nene esperando. Aunque entró a los pocos minutos salió a los no tan pocos. Paula, de pésimo humor, solo halló consuelo en mi portadocumentos que resigné a sus manos.
Cuando llegó nuestro turno, Celina preguntó quién pasaba primero. No hubo lugar para negociaciones y entramos en patota al consultorio de dos por dos. Empezó por María. Paula ansiosa por tocar todo; yo, tratando de sofrenarla a expensas de mi cintura y de mi billetera, que la entretuvo como tres minutos.
Le puso a María el revelador de placa bacteriana: todos los dientes pintados de azul. Quise ver cómo se cepillaba. Había olvidado todo lo aprendido la anterior consulta. Me preguntó si le habíamos pasado hilo dental. Tuve que confesar que no. Aconsejó que la controláramos porque si no le iban a salir caries.
Yo oscilaba entre la angustia por sentir que no la cuidaba (y, peor aún, el convencimiento de que tampoco iba a poder hacerlo) y la rabia contra Paula, revolviéndose en mis brazos como un gato enjaulado. Conseguí que Federico saliera, pero María insistió en que me quedara mientras le hacían la topicación con fluor, pese a los gritos de Paula, ya a punto de ser estrangulada. Además, radiografía panorámica (previa autorización y trámites mil) para ver si precisa ortodoncia. Lo único que faltaba, económicamente también.
Después le tocó a Federico. Comentó que tenía una excelente ubicación del cepillo pero que, por su edad, no podía cepillarse solo correctamente. Ustedes lo ayudan, ¿no? A veces, contesté hundiéndome de nuevo en la culpa y recordando la odisea del baño general luego del cual juro que no me quedan fuerzas para invertir cinco minutos en la boca de cada uno. Les alcanzo el cepillo con pasta y que Dios los ayude. Se lo comenté. Me sugirió los sábados. Buena diversión para el fin de semana. Cada vez estaba más deprimida y a cada timbre esperaba la milagrosa aparición de Luis.
Federico accedió a soportar solo la topicación y salí con las nenas. Luego de muchas súplicas conseguí que María se comprometiera a cuidar a su hermana, porque me daba muchísima lástima que Fede estuviera solito adentro. Entré cuando ya estaba terminando. Quizá para consolarme, comentó que tenían la dentadura excelente. ¿Producto de las interminables peleas para que no coman golosinas?, ¿o de mi herencia invicta en caries hasta mi primer embarazo, a pesar de que jamás me llevaban al dentista ni se preocupaban de lo que comía o dejaba de comer?
Celina me preguntó si María estaba celosa, porque la había visto demasiado pendiente del movimiento de sus hermanos. Por supuesto, asentí. Sugirió que los llevara de a uno. Intenté explicarle que mis planes eran otros mientras crecía mi vergüenza y el malhumor de Paula, de nuevo en mis brazos.
No pude menos que recordar otros tiempos, otras visitas al dentista. Me veo, nos veo, maravillándonos ante María, vestida especialmente para la ocasión, sentada en el sillón, diminuta, abriendo la boca solícita ante una Celina que también creo era algo distinta a la de ahora. Nuevamente juntos acompañando el debut de Federico, que nos parecía todavía más chiquito por ser el más chiquito. Disfrutando la situación, orgullosa de tener que afrontar las nuevas responsabilidades. Cuántos mundos de distancia con la visita de hoy. ¿Qué pasó?, ¿qué, cuando le toque a Paulita?
Salimos. Sin noticias de Luis. Mi furia. A pesar de que no lograba convencerme de que me hubiera abandonado decidí regresar a casa porque a las nueve tenía una reunión con Giménez.
Llegué y me dispuse a preparar la cena. Estamos todos hartos del arroz, la polenta y las pastas, pero Paula está con diarrea y si comemos fuera de su régimen le agarra el patatús.
La niña no se resignó a abandonar mis brazos y lloraba a grito pelado. Resolví que comeríamos sin esperar a Luis para dejárselos listos antes de irme. Mientras se hervían los fideos alcé a la nena con mis últimas fuerzas. Pero continuó su berrinche. A pesar de su resfrío, su descompostura y de sus cuatro caninos asomándose, mi paciencia alcanzó su límite. La senté en el piso con poca delicadeza, momento en el que sus gritos se intensificaron. Miré el reloj: 8 y 10. Por suerte PM: si hubieran sido las ocho de la mañana  me suicidaba. O al menos huía en un buque holandés.
Preparé unos huevos mientras la monstruita ya estaba casi atragantada por los sollozos. La senté en su silla frente al plato humeante (después de lavarle las manos, lo que la hizo gritar más aún) y ¡santo remedio! Contentísima y comiendo como un elefante. María atendió el teléfono: Giménez anunciándome la reunión suspendida. Doble impacto. Alivio por no tener que correr contra el tiempo entre el jabón y los piyamas; decepción porno poder irme.
Cuando estábamos terminando llegó Luis tratando de disculparse. Aunque mi rabia se transformó en alivio, no quise dar el brazo a torcer y apenas lo saludé. María y Federico quisieron comer otro plato para acompañarlo. Su aparición me liberó del rallado de la manzana, procedimiento que detesto desde que me recibí de madre.
Metí a los tres en la bañadera. Federico, como de costumbre, lloró cuando le lavé la cabeza; Paula, como siempre, cuando llegó el momento de sacarla y María, como muchas otras veces, porque preferí buscar el calzoncillo de su hermano que ayudarla a ponerse la camiseta.
Paula ya enfundada en el piyama por obra de su padre, había recuperado el buen humor y toda su gracia. Me tiró los bracitos para que la llevara a la cama mientras decía ta, tau, a sus hermanos y becho, becho a su papá. Su hora bombón. La acosté. Reclamó su oso. Por suerte lo encontré debajo de la cama de María; se lo di y me saludó con la manito. Como siempre, me maravilló que se quedara contenta, saber que dormirá toda la noche.
María reclamó la prometida lectura de Camembert. Accedí pero determiné que la cita sería en el cuarto de Federico. Enérgicas protestas. Amenaza de suspender el cuento. Los dos arrebujados en la cama del Pepo. Mi malhumor cediendo frente a sus ojitos cansados y atentos. María me recordó que mañana es el cumpleaños de Snoopy, su muñeco preferido, y me reclamó una torta. La acompañé hasta su cama y la tapé.

La cocina era un verdadero aquelarre. Estaba a punto de apagar la luz y huir, cuando escuché que Luis bajaba. Junté fuerzas, empuñé la escoba y emprendí la lucha contra los fideos pegoteados en el piso. Quiso relevarme pero no lo dejé. Optó por los platos. A pesar de que intenté mantenerme enojada terminó ablandándome a fuerza de bromas y mimos. Las diez de la noche. Licencia de padres hasta mañana. Relativa, porque nos dedicamos a inventar una torta en forma de perro (Luis fue a rescatar a Snoopy de los brazos de su dueña para tomarlo de modelo) con restos milagrosamente encontrados en el freezer. Quedó graciosísima. A María le va a encantar.

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