Viernes 1
Empanadas de
choclo/Duraznos en almíbar
Fideos con manteca,
queso y jamón/Postre de vainilla
Me
costó un perú levantarla a Maria, tanto que Paula también se despertó. La
cambié y desayunamos los cuatro. Cuando terminaba de tender mi cama apareció
Federico. Otra vez bajar a darle la leche. Paula quiso repetir el desayuno. Yo
intentando que se apuraran.
Hice
la cama de los chicos y subí al lavadero con Paula a la rastra. Planché con la
gorda colgada de mis piernas. Miré el reloj: 11.45. Bajé corriendo. Fede
todavía en piyama pese a la ropa preparada. Lo vestí sin demasiada delicadeza y
salimos. El nene protestando porque lo obligué a caminar rápido.
Accedí
a que Alejandra viniera a almorzar. Saqué empanadas del freezer, desconociendo
su relleno (no tengo paciencia para poner etiquetas). Cuando mordí la primera
me alivié: choclo. Menos mal, Alejandra detesta la verdura.
La
comida fue un aquelarre. El teléfono sonó cinco veces mientras los chicos
reclamaban soda, otra empanada, un tenedor. Además, como todos los santos
martes y viernes desde hace siete años, vino el sifonero. Pobre hombre, es un
encanto (hasta llevó a los chicos a dar una vuelta en el camión) pero cuando
escucho su timbre, infaltablemente a la hora del almuerzo, no puedo dejar de
maldecirlo. Más de una vez tuve que ir a abrirle la puerta con alguno colgado
de la teta. Por supuesto, todos se
levantaron de la mesa para saludarlo.
Después
de dejar a Fede en el Jardín, con las tres nenas en el auto, pasé a buscarla a
Verónica. Paula, extrañamente insomne. Les pedí a las chicas que jugaran con
ella pero al rato la trajeron porque les rompía las construcciones con el Lego.
Traté de seguir con Paula en brazos quien, finalmente, volcó el café sobre los
papeles. A pesar de que no la reté, mis
nervios de punta. Verónica intentando entretenerla. ¿Cuántos días me esperan de
no poder ir ni hasta la esquina?, ¿cuántos de lavar, planchar, hacer la comida
y limpiar tamaña casa?
Otra
vez cargar a las tres (las chicas se resistían a dejar sus juegos) para buscarlo
a Federico. Lo encontré decidido a traer a Romina a casa. Quise disuadirlo pero
con poco éxito dada la presencia de Alejandra. Volví con los cinco.
María
y Ale fueron a comprar leche extra y facturas. Trajeron solo tres con dulce de
leche. Drama en puerta. Opté por cortarlas, salomónicamente, por la mitad.
A
las seis la vinieron a buscar a Ale, hora desde la cual María se empecinó en
molestar a su hermano y compañía. Subí a mi escritorio a tipiar el informe, con
Paula, por supuesto, que se dedicó a dibujar pero se cayó de la silla mientras
lo intentaba. Llanto copioso. Las protestas de María porque no la dejaban
jugar. La ropa esperando ser colgada. Mi cabeza a punto de estallar.
Terminé
de escribir con Paula en la falda que a toda costa trataba de tocar las teclas,
consiguiéndolo en varias oportunidades.
María
y Paula a la bañadera. La mamá de Romina sin aparecer. Me asomé al cuarto del
nene: mi costurero vacío y en el piso botones, hilos, alfileres, agujas. Cuál
habrá sido mi cara que Romina empezó a juntar las cosas antes de que yo
pronunciara una sola palabra. No así Federico. Pero ya no tenía fuerzas para
pelearme con él.
Luis
llegó con pocas pulgas porque no le aceptaron el presupuesto. Su malhumor no
contribuyó a serenar mi ánimo, a pesar de que, enojado y todo, se ocupó de la
gorda mientras yo hervía unos fideos. A las ocho y media nos sentamos a comer,
Romina incluida. Diez minutos después apareció la mamá, disculpándose por la
tardanza: la cena interrumpida y definitivamente embarullada.
Luis
se quedó lavando los platos. Acosté a las nenas y guardé la ropa planchada en
los cajones, mientras Fede chapoteaba. El baño, roñoso: mañana tendré que
ocuparme de él. Ya no da para más.
Escribo
en la cama mientras Luis se ducha. Me abruma pensar en mañana. No quiero hacer
todo lo que sé que tendré que hacer. Necesito unos minutos para mí. En realidad,
estos, mientras escribo, son los únicos que me pertenecen. No nací para ama de
casa. Tampoco para científica, eso es cierto. Entonces, ¿para qué?
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