Lunes 28
Churrasco con
arroz/Banana
Filet de merluza
con ensalada de lechuga/Queso y dulce
A
las siete Luis trajo a María a nuestra cama. Le calenté la ropa en la estufa y
la ayudé a vestirse. Un trapo por las zapatillas. Después los dientes, las
trenzas y los moños. Cuando estábamos desayunando Paula se hizo escuchar. Mis
planes de dormir otro rato, destruidos. Luis subió a buscarla. La gordita tomó
la leche con nosotros, hecha un sol. Cuando salieron los saludó con gran
alegría, a través de la ventana, desde mis brazos.
Subí,
la cambié y me vestí. Me sorprendió ver regresar a Luis, resuelto a terminar en
casa un presupuesto pendiente. Federico se despertó. Lo vestí y bajé a
prepararle la leche. Luis, que estaba en su estudio con escasísimas ganas de
trabajar, fue a comprar facturas y se sumó al segundo desayuno. Los chicos,
encantados.
Felisa
sin aparecer siendo las diez y media: los lunes suele llegar tarde. Mi rabia de
todas las semanas. Subí con Paula al lavadero para vigilar el lavarropas porque
el automático no funciona. La nena jugó un rato en la terraza hasta que se
aburrió y empezó a reclamar que la alzara. Creciendo mis sospechas de que
Felisa no vendría. Queriendo, en consecuencia, adelantar el lavado de la ropa
acumulada durante el fin de semana.
A
las doce fui a buscar a María, con los trece kilos de Paula en brazos: su paseo
diario. Me pesa, pero al cochecito ya no lo banco: hace un ruido horrible,
tiene las ruedas torcidas y se atranca en todos los cordones. Desestimé las intenciones de María de hacer programa
pese a sus enérgicas protestas.
Paula
abandonó mis brazos para jugar carreras con la hermana. Se divirtieron como
locas hasta que, como era de prever, Paula aterrizó. Su pera raspada. Lágrimas.
Al
llegar no encontré a Felisa pero sí la buena nueva de que Luis nos esperaba con
arroz hervido y la plancha caliente.
Una
proeza que Federico se lavara las manos. Finalmente nos sentamos y comimos.
Paula como un verdadero oso. El arroz a puñados, el piso acusando recibo.
Sonó
el teléfono: Felisa desde el hospital. Con taquicardia y ahogos esperando que
el cardiólogo la revisara. Tema nuevo. Probablemente mañana tampoco vendrá.
Pensé en las camas sin hacer, en el cambio lunístico de sábanas y toallas y en
el piso del living todavía sin barrer después de la cena de anoche.
Tomamos
un café y lo perseguí a Federico para adecentarlo. Hoy no fue tarea tan
difícil. Luis lo llevó al Jardín acompañado de las chicas. Aproveché para
volver al lavadero. Cada vez subir los dos pisos. Luis (hoy digno de un
monumento) trajo a las nenas y se fue a trabajar. Había alcanzado a sacar las
sábanas de todas las camas cuando me sorprendieron los dos timbres de Verónica.
El informe ya en marcha.
Cambié
a Paula y la acosté. Se quedó en la cama, abrazada a su almohada, como un
angelito. Me enternece ver como disfruta de su siesta.
Calenté
el café y nos dispusimos a enfrentar la tarea. María, a nuestro lado, hacía
rompecabezas. Hablaba y hablaba.
Subimos
a mi escritorio a tipiar la introducción. Verónica fue a fotocopiarla en tanto
yo me dediqué a despertar a Paula para ir a buscar a su hermano. Mucho no le
gustó la idea. Otra vez los pañales. María, a pesar del alfajor convidado por
Verónica, reclamaba la merienda antes de ir al Taller de Plástica. Le preparé
el Nesquik y una galletita con manteca y dulce, dócil a sus solicitudes. Paula
decidió no probar su leche. 16.55. Salí a los piques.
Muy
contento, Federico fue a lo de Mercedes. Notas varias: picnic en la plaza el
jueves (le prepararé la tarta que le encanta) y cumpleaños de Diego el
miércoles (coincide con el de Francisco, problema en puerta). Esperé a que
llegara la maestra de María. Resultó bien esto del taller: es una manera de
desprenderse de a poco del Jardín. Mientras tanto, Paula se cayó de la trepadora y
se golpeó, de nuevo, la pera. Muchísimas lágrimas.
Volví
a casa solo con Paula que ahora sí quiso merendar. Yo con ella. Hice las camas
de los chicos y retomé la ropa. Planchar. La pila que renace de sus propias
cenizas. Las sábanas esperando en la soga. Paula, hinchona.
A
las siete menos diez salimos para buscar a María del Taller. Casi me agarra un
ataque: el domingo fueron al museo y yo ni me enteré. Creo que ya no cabe nada
más en mi cabeza.
De
ahí a buscarlo a Federico. En el viaje de regreso, de solo tres cuadras,
empezaron a pelearse en el auto.
Llegué
a casa y no tuve más remedio que cocinar el pescado ya descongelado. Paula,
razonablemente bien; los mayores, arriba.
Siendo
las ocho notifiqué a María que debía bañarse. Insistió en que subiera pero me
negué. Preparé la ensalada y llegó Luis. Cuando escucho su silbido mis fuerzas
renacen. Paulita fue corriendo a abrazarlo: lo tiene metido en el bolsillo.
Nos
sentamos a cenar: tenía que empezar el drama. Paula no quiso comer la ensalada
y mis reglas irreductibles: si no la probaba no le serviría pescado. Lloraba
como una Magdalena. Luis, compadecido, le daba bocados de merluza. Me enojé con
los dos y Luis conmigo. Finalmente la alcé para llevarla a bañarse. En el viaje
agarré una hoja de lechuga que María, con cara de lástima, intentó ofrecerle.
Ya en la escalera traté de convencerla, apelando al postre. Con cara de
resignada abrió la boca y masticó la lechuga. Como tratos son tratos, abandoné
el segundo escalón, regresamos y le serví el pescado. Se comió dos filetes con
gran alegría, a manos llenas. Luego tres trozos de queso y dulce. Le tocó el
turno a Federico: como empezó a jorobarla a María, Luis lo mandó arriba, a
bañarse. Obedeció bufando.
Con
el café escuchamos a María leer su libro de lectura. Notables progresos. Ahora
fui yo la que me compadecí y le llevé a Federico el postre. Pero no lo encontré
en la bañadera como esperaba sino jugando con los bloques. Protestó pero se
metió en el agua donde comió el queso y dulce con suma satisfacción. María se
lavó los dientes (como indicó Celina aunque todavía no compré el hilo dental) y
se acostó, reclamando un cuento que postergué mientras guardaba la ropa y hacía
nuestra cama. Tanto que la encontré dormida. Le leí un librito a Fede y a pesar
de que me negué al segundo, se durmió contento. Los gritos de Paula desde el
baño me hicieron correr: Luis intentaba lavarle la cabeza. Llegué para
enjuagársela. Busqué su piyama. La hora de sus grandes besos y abrazos: para
comérsela. Se fue corriendo e intentó trepar la baranda. La acosté, le di su
oso y la tapé. Quedó acurrucada como un topito, recuperada del drama de la
ensalada. Yo no.
Me
aterra hacer concesiones. Siento que si un solo día accedo a sus caprichos (tal
vez sus necesidades) toda la estructura familiar se vendrá abajo. ¿Mi
incorruptible rectitud vale el precio de los malos ratos pasados? Difícil para
ellos y para mí. También para la pareja.
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