Lunes 4
Carne al horno
con ensalada de chauchas/Manzana
Tortilla de
acelga con bastoncitos de pescado/Duraznos en almíbar
Sin
novedades de Felisa. Siguen las tareas domésticas para las cuales,
evidentemente, no he nacido. ¿Hay alguien que nace para ellas o se ejecutan
porque no hay otra opción? Tal vez haya un tiempo para todo. Etapas.
Cuando
María cumplió tres meses me fui llorando de casa dejándosela a Sonia (el ser
humano a quien más irracional envidia le tenía por poder disfrutar de mi beba a
su antojo). Todo el tiempo un agujero dentro de mí. Viniendo al mediodía para
darle la teta. Ni una mamadera en su historia. Imprescindible para mí sentir
que yo era imprescindible para ella, aunque fuera como fuente nutricia. Un
dolor cada mañana al irme. Un placer el regreso de los viernes: un fin de
semana por delante para gozarla.
Cuando
se sumó Federico las cosas se complicaron aún más. Mi regreso al mediodía no
involucraba solo la teta del gordo sino también el almuerzo de María. Yo
mordisqueaba una manzana cuando me quedaba alguna mano libre. La cambiada de
pañales a ambos que, por supuesto, consideraba indispensable hacer yo. Cuanto
menos los tocaran manos ¨extrañas¨, mejor. Y a las 13.45 debía de estar de
regreso para el seminario. Recuerdo un día que a las 13.47 entré a la Clínica
llorando. Me juré que nunca más tendría un bebé en esas condiciones.
Una
tarde empezó la pesadilla: María diciéndole pendejo a su hermano. Creciendo la sospecha de que Sonia era la
responsable. Empezó a repetirse la situación de llegar y encontrarme al gordo
llorando, desgañitado, en su cuna. Es que era imposible hacer algo con Federico
despierto. Requería continuamente que se lo movilizara, que se lo entretuviera.
Sonia superada, las tareas domésticas además de los dos chicos, todo con
diecisiete años. Me planteé dejar un grabador, pero, en realidad, ya sabía. La
enfrenté. Lloró y negó. Le dije que se ocupara solo de María, su preferida, que
mamá se haría cargo de Federico. La situación fue aliviándose. En unos meses
Felisa, que en esa época solo venía a planchar una vez por semana, reemplazó a
su hija. Felisa siempre lo amó al gordo, que le recordaba a su primogénito.
Cuando volví del sanatorio, casi me arrebató a Fede de los brazos: Llegó el patroncito. Empecé a irme más
tranquila dejándole los chicos a ella, madre siete veces, que a su hija adolescente
y ciclotímica. Aunque también buenísima pese al episodio con el nene. Yo solía
decirle: no es grave que tengas ganas de
tirarlo por la ventana, lo grave es que lo tires, después de prestarle libros
varios sobre la crianza de niños que, acabo de descubrir, nunca me devolvió.
La
crisis se desató en mí, terapia por medio (perdón,
Ana María, lamento no haberla conocido antes). ¿Mis hijos o mi profesión?
Enfrenté a Giménez y le planteé que estaba pensando en abandonar la
investigación: la situación con los chicos era insostenible. No podía creerme.
Había cifrado sus esperanzas en mí después de tres becarias (Verónica incluida)
que se habían ido del laboratorio, niños mediante. Le había prometido (me había prometido) que yo sí iba a
poder. Conseguí que me permitiera redactar la tesis en casa, así como antes toleró
la restricción de mi horario laboral. Y, ¡qué placer ese año! Uno de los más
lindos de mi vida. Trabajando en casa, refugiada en mi escritorio pero
absolutamente disponible para los chicos. Para acostarlos y levantarlos de la
siesta, para vestirlos, para darles de comer, para ponerles hielo en los
chichones, para llevar y traer a María del flamante Jardín. Disfrutando también
del trabajo, redescubriendo el placer de moverme entre libros y papeles, harta
ya de tubos y vidrio. El equilibrio justo entre mis hijos y mi intelecto.
¡Encima me pagaban! Pero no duró demasiado. Me doctoré y casi enseguida nació
Paula. Decidí renunciar definitivamente a la ciencia. Cómo gocé de la lactancia
de Paula. Sin horarios, sin restricciones. Sin tratar de amaestrarla para que a
los tres meses comiera cada cuatro horas, lapso mínimo indispensable para que
yo pudiera trabajar sin acudir a las detestadas (¿o temidas?) mamaderas. Hasta que empezó a pesarme la inactividad
intelectual. Yo era en función de los demás. Y si antes hubiera dado un brazo
por estar siete días por semana en casa, siento que ahora daría otro para salir
uno, desentendiéndome de todos y de todo. La necesidad de estar sola. Los
chicos acostumbrados a tenerme a su entera disposición, siempre al acecho,
reclamándome, demandándome. Veremos si el nuevo trabajo con Verónica me
demuestra que no es del todo imposible congeniar mis distintas áreas. Aunque me
temo que la ausencia de Felisa va a hacer que termine antes de haber comenzado
realmente.
Y
si como madre a veces puedo llegar a asfixiarme, es mi decisión y me hago cargo
de ella. A lo que no me resigno es a las tareas domésticas. Esta desaparición
de Felisa ha logrado turbar mis facultades mentales. En cada piso que barro
siento que estoy perdiendo instantes de mi vida que nadie me devolverá. Con los
chicos es distinto: pueden, hartarme, enfurecerme, pero jamás siento con ellos
que es tiempo mío perdido. Es invertido.
Mejor
termino mis disquisiciones porque Paula va a despertarse de la siesta y los
platos siguen en la pileta y en el piso restos de litro de aceite que la
gurrumina volcó. Subordinación y valor.
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