miércoles, 29 de octubre de 2014

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Lunes 4
Carne al horno con ensalada de chauchas/Manzana
Tortilla de acelga con bastoncitos de pescado/Duraznos en almíbar
Sin novedades de Felisa. Siguen las tareas domésticas para las cuales, evidentemente, no he nacido. ¿Hay alguien que nace para ellas o se ejecutan porque no hay otra opción? Tal vez haya un tiempo para todo. Etapas.
Cuando María cumplió tres meses me fui llorando de casa dejándosela a Sonia (el ser humano a quien más irracional envidia le tenía por poder disfrutar de mi beba a su antojo). Todo el tiempo un agujero dentro de mí. Viniendo al mediodía para darle la teta. Ni una mamadera en su historia. Imprescindible para mí sentir que yo era imprescindible para ella, aunque fuera como fuente nutricia. Un dolor cada mañana al irme. Un placer el regreso de los viernes: un fin de semana por delante para gozarla.
Cuando se sumó Federico las cosas se complicaron aún más. Mi regreso al mediodía no involucraba solo la teta del gordo sino también el almuerzo de María. Yo mordisqueaba una manzana cuando me quedaba alguna mano libre. La cambiada de pañales a ambos que, por supuesto, consideraba indispensable hacer yo. Cuanto menos los tocaran manos ¨extrañas¨, mejor. Y a las 13.45 debía de estar de regreso para el seminario. Recuerdo un día que a las 13.47 entré a la Clínica llorando. Me juré que nunca más tendría un bebé en esas condiciones.
Una tarde empezó la pesadilla: María diciéndole pendejo a su hermano. Creciendo la sospecha de que Sonia era la responsable. Empezó a repetirse la situación de llegar y encontrarme al gordo llorando, desgañitado, en su cuna. Es que era imposible hacer algo con Federico despierto. Requería continuamente que se lo movilizara, que se lo entretuviera. Sonia superada, las tareas domésticas además de los dos chicos, todo con diecisiete años. Me planteé dejar un grabador, pero, en realidad, ya sabía. La enfrenté. Lloró y negó. Le dije que se ocupara solo de María, su preferida, que mamá se haría cargo de Federico. La situación fue aliviándose. En unos meses Felisa, que en esa época solo venía a planchar una vez por semana, reemplazó a su hija. Felisa siempre lo amó al gordo, que le recordaba a su primogénito. Cuando volví del sanatorio, casi me arrebató a Fede de los brazos: Llegó el patroncito. Empecé a irme más tranquila dejándole los chicos a ella, madre siete veces, que a su hija adolescente y ciclotímica. Aunque también buenísima pese al episodio con el nene. Yo solía decirle: no es grave que tengas ganas de tirarlo por la ventana, lo grave es que lo tires, después de prestarle libros varios sobre la crianza de niños que, acabo de descubrir, nunca me devolvió.
La crisis se desató en mí, terapia por medio (perdón, Ana María, lamento no haberla conocido antes). ¿Mis hijos o mi profesión? Enfrenté a Giménez y le planteé que estaba pensando en abandonar la investigación: la situación con los chicos era insostenible. No podía creerme. Había cifrado sus esperanzas en mí después de tres becarias (Verónica incluida) que se habían ido del laboratorio, niños mediante. Le había prometido (me había prometido) que yo sí iba a poder. Conseguí que me permitiera redactar la tesis en casa, así como antes toleró la restricción de mi horario laboral. Y, ¡qué placer ese año! Uno de los más lindos de mi vida. Trabajando en casa, refugiada en mi escritorio pero absolutamente disponible para los chicos. Para acostarlos y levantarlos de la siesta, para vestirlos, para darles de comer, para ponerles hielo en los chichones, para llevar y traer a María del flamante Jardín. Disfrutando también del trabajo, redescubriendo el placer de moverme entre libros y papeles, harta ya de tubos y vidrio. El equilibrio justo entre mis hijos y mi intelecto. ¡Encima me pagaban! Pero no duró demasiado. Me doctoré y casi enseguida nació Paula. Decidí renunciar definitivamente a la ciencia. Cómo gocé de la lactancia de Paula. Sin horarios, sin restricciones. Sin tratar de amaestrarla para que a los tres meses comiera cada cuatro horas, lapso mínimo indispensable para que yo pudiera trabajar sin acudir a las detestadas (¿o temidas?) mamaderas. Hasta que empezó a pesarme la inactividad intelectual. Yo era en función de los demás. Y si antes hubiera dado un brazo por estar siete días por semana en casa, siento que ahora daría otro para salir uno, desentendiéndome de todos y de todo. La necesidad de estar sola. Los chicos acostumbrados a tenerme a su entera disposición, siempre al acecho, reclamándome, demandándome. Veremos si el nuevo trabajo con Verónica me demuestra que no es del todo imposible congeniar mis distintas áreas. Aunque me temo que la ausencia de Felisa va a hacer que termine antes de haber comenzado realmente.
Y si como madre a veces puedo llegar a asfixiarme, es mi decisión y me hago cargo de ella. A lo que no me resigno es a las tareas domésticas. Esta desaparición de Felisa ha logrado turbar mis facultades mentales. En cada piso que barro siento que estoy perdiendo instantes de mi vida que nadie me devolverá. Con los chicos es distinto: pueden, hartarme, enfurecerme, pero jamás siento con ellos que es tiempo mío perdido. Es invertido.

Mejor termino mis disquisiciones porque Paula va a despertarse de la siesta y los platos siguen en la pileta y en el piso restos de litro de aceite que la gurrumina volcó. Subordinación y valor.

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