martes, 30 de diciembre de 2014

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Martes 26
No es solo la necesidad de postergar la despedida: me pasaron cosas importantes desde la última palabra de anoche.
Luego de disfrutar Entre la letra y la sangre, apagué la luz pensando que dormiría. Inmediatamente me di cuenta de que no era la misma que antes de asomarme a esas hojas. La primera sensación fue la de que había descubierto (Sábato me había hecho descubrir) una nueva visión del arte, de la literatura La segunda, que tenía que dedicarme a escribir. Encendí el velador y empecé a garabatear las ideas que se me agolpaban. Había tomado unas pocas notas cuando sentí los pasos de Luis. En cinco minutos estaba comprometida, por su intermedio, a redactar para el día siguiente una nota invitando a una charla para padres sobre Educación Sexual. Luis bajó y volvió con la fecha de la reunión y dos tazas de café. Me puse a trabajar y me olvidé de la revelación de hacía unos instantes. Me dormí tardísimo.
 Pero parece que hoy es el día D. Eureka. Decidí que escribiré una novela en la que, basándome en algunos hitos de mi propia historia, intercalaré los cuentos y poesías escritos en los momentos descriptos. Dediqué toda la mañana a revisar mi pasado literario. A elegir y desechar. A intentar separarlos por rubros, a ordenarlos cronológicamente. Qué insólita mezcla de personajes, de épocas, de estados anímicos. Como duendes de un sueño fueron apareciendo en forma confusa y abigarrada, todos los que quise, todos los que me quisieron. Sin embargo, necesito un hilo conductor, que se me escapa. ¿Y si me decido por una novela epistolar?  ¡Esa sería una buena manera de intercalar tanto material acumulado!

¡Uy!, ya son las tres. Si no me apuro llegaré tarde. Y hoy no quiero perderme ni un minuto. Voy para allí, Ana María. Espéreme, no empiece sin mí.

lunes, 29 de diciembre de 2014

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Lunes 25
Habiéndolos dejado dormidos, Luis en reunión de Cooperadora, me dispuse a consultar mi agenda para organizar el día de mañana. Cuál no sería mi sorpresa al descubrir a las 15 horas prolijamente subrayado Ana María. Me había olvidado por completo. Es más, me resulta increíble que ya haya pasado un mes. Sin embargo, también por momentos siento que hace un siglo que adopté esta costumbre de registrar mis días, mis emociones, mis recuerdos.
Aunque parezca absurdo, me asomé a esta hoja angustiada. No he nacido para las despedidas, para los cortes. Y pese a que sepa que lo que me espera es mejor, me cuesta un montón dejar lo que hasta ese instante llenaba mi vida. Casas, autos, estudios, terapias. Embarazos.
Este será mi último día registrado. Claro que nadie me impide continuar mi diario hasta el infinito como fue mi costumbre en la adolescencia. Pero esta situación es diferente. Soy sumamente estricta en el cumplimiento de los mandatos y, si de alguna manera no hubiera sentido sobre mí el peso de una orden, estoy segura de que de la cuarta hoja  no habría pasado. Es lo mismo que juntar boletos de colectivo: solo cobra sentido si sirve para comprar una silla de ruedas; si no, se constituye en una reverenda estupidez.
También es cierto que me permití extraer los minutos que dediqué a estas líneas (sobre todo en ausencia de Felisa) de mis obligaciones diversas, porque sentí que estaba cumpliendo con otra obligación, emprendí el trabajo con tanta seriedad como cuando planeé mi tesis. Tenía que hacerlo. Y bien. Tuviera o no tuviera ganas. Tal vez la sorpresa radique en que, sin que me diera cuenta, la obligación se transformó en placer, la rutina en una suerte de encuentro conmigo misma. Se generó un espacio donde reflexionar, donde los ánimos se apaciguan por el solo hecho de concedernos tiempo para examinar nuestros procederes. Y todo pierde importancia cuando nos permitimos mirarlo de lejos. Lo que durante el día me había parecido un drama, se convertía en gracioso al terminar de escribirlo. Nunca me olvido de lo que Federico me dijo una vez,  cuando me enfurecí aún más al oír que se reía mientras lo retaba: Mami, si te miraras en el espejo vos también te reirías. Escribir cada noche fue como mirarme la cara en el espejo. Y también yo pude reírme de la ridícula seriedad con que me tomo cada fragmento de mi vida. Es notable, mucha gente cuenta con una sonrisa que la madre los corría con la chinela para pegarles. ¿Será porque en ese momento recuerdan la cara a la que Fede se refería? Esos son unos. Hay otros que cuentan los castigos con rencor con amargura, aunque hayan sido menos vehementes. Tal vez la diferencia estribe en el hecho de haberse sentido queridos o no al ser retados. En haber temido que el episodio  comprometiera el amor imprescindible para que un chico pueda respirar sin angustia. No lo sé.
Va a quedar un hueco en mi vida. Como un cuarto puerperio. Sin embargo, estoy convencida de que no debo seguir con esta empresa. Fue riquísima pero suficiente. Ya basta. Continuar bloquearía esta energía extra que siento que se desprende de mí.
Dado lo gratificante que me resultó volcarme en este papel, hasta fantaseé reintentar abordar las letras. Pero no, la sola idea me produce vértigo. Todavía no estoy preparada para enfrentar una hoja interrogante. Puedo recordar en el cuerpo la angustia capaz de provocarme.
Será cuestión de permitirme unos días en blanco (pocas cosas más difíciles de pedirme). Tendría que aprender a confiar en mí misma. A concederme tiempo. Tiempo hasta para perder el tiempo. Quizá sea la única manera de empezar a ganarlo, definitivamente.
Sé que hay algo que espera por mí. Asumo el compromiso de descubrirlo aunque me insuma todas las tardes de subir a este estudio y enfrentarme conmigo misma.
Haciendo uso de mi flamante libertad, me voy a la cama con el libro que hoy me regaló Luis. Sábato. Aún a costa de volver a postergar la planificada carta para mi hermana.

Hasta mañana, 26 de agosto a las 15 horas. Me despido con la satisfacción del deber cumplido.

lunes, 22 de diciembre de 2014

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Domingo 24
Como el día estaba hermoso decidimos ir al zoológico, visita suspendida cuando Paula se apretó el dedito, ya casi recuperado.
A pesar del sol, la risa de los chicos y la compañía de Luis, no conseguí relajarme. Algo me faltaba. Cierta zozobra impulsándome a volver a casa, aunque este fin de semana, por suerte, no me urgían las tareas domésticas.
No bien llegamos me di cuenta de qué era lo que me pasaba. Tuve ganas de subir al escritorio. Y subí. Aquí estoy, escribiendo a las cinco de la tarde. Luis (es notable la capacidad que tiene para descubrir mis necesidades) se ofreció a entretener a los chicos, y yo, ajena a mis costumbres, acepté su ofrecimiento. No sé qué están haciendo y, en el fondo, no me interesa. Los he visto demasiado en este último tiempo. Creo que cuando uno está tan encima de los hijos pierde perspectiva. Me pasó hoy en el zoológico. Como estaba cansada me senté en un banco. Observé a Paula, frente a la jaula de los monos. ¿Esa nena trepada a la verja era mi beba? Federico saltaba imitándolos: es notable, tiene los piecitos mucho más derechos. María, bastante más lejos, le tiraba miguitas a los patos. Me reconocí en su silueta, ya espigándose. Cosas que uno no puede notar cuando solo centímetros lo separan de sus hijos a lo largo de días y días.
Tuve una rara sensación de independencia. Suelo sentir que son prolongaciones mías, a quienes visto y baño como si fueran yo misma. Eran otros. Como si cochecitos a control remoto hubieran recuperado su autonomía. Yo los miraba desde lejos, ellos no me veían,  no les interesaba saber dónde estaba y, pese a que percibía que no se estaban alimentando de la energía con que siento suelo arriarlos, eran capaces de desplazarse en el espacio, de decidir cuál bicho acapararía su atención. También Luis parecía ajeno a mis movimientos. Por un lado me sentí de más. Prescindible. Aunque me muriera en ese preciso instante ellos iban a seguir viviendo. A seguir creciendo, a seguir riendo. Al mismo tiempo, un alivio infinito. Los vi fuertes, sanos, seguros. Capaces de soportar mi ausencia, quizás hasta de gozarla, como en ese instante en que solo ellos constituían el universo de su padre. Recordé una reciente conversación con María. Me preguntó que significaba indispensable. Después de mis explicaciones concluyó: Como una mamá, pero al instante recapacito no, como la sangre.
Aquí estoy. Escribiendo, un domingo por la tarde. La ruptura de uno de mis mandamientos más fuertemente defendidos: la sacralidad de los fines de semana. Creo que es la primera vez que me atrevo a robarle al domingo, hecho para la familia en pleno, independientemente de las necesidades individuales, una horas para mí. Y estoy disfrutando de esta travesura. Es gracioso sentir que burlo las exigencias por mí misma impuestas a mí misma. Inconsciente versus superyó. Mientras tanto mi yo está de fiesta.
Acabo de sacarme un peso de encima. Como si pudiera restarle importancia a alguno de mis actos. A mí, que se me va la vida en cada insignificancia que debo llevar a cabo. Yo, que me juego en cada movimiento de mi cuerpo, de mi alma. Laura, que no se perdona que se le rompa un huevo al cascarlo, olvidar un cumpleaños, un botón de menos en la camisa del marido. La más leve falla puede traer la condena eterna. La más mínima equivocación y toda la estantería viniéndose abajo. Una  palabra más fuerte que la otra y la posibilidad de que Luis descubra que ya no me quiere. Un chirlo y la certeza de que nunca podré reparar la relación con mis hijos. Me cansa mucho más ir evaluando mi rendimiento que en sí las cosas que hago.
Por eso fue tan extraña esa ráfaga del zoológico. Por un momento sentí que podía ser benevolente conmigo misma. María tendría terrores nocturnos, Federico sería incapaz de dominar sus impulsos y Paula demasiado caprichosa. Pero los tres estaban vivos, derramaban energía a cada paso, tenían amigos, hablaban hasta por los codos, eran capaces de luchar por lo que querían, disfrutaban de dar y de recibir amor. Tan mal no me habían salido, tan mal no nos habían salido. Porque tengo tendencia a adjudicar sus defectos a mis fallas, como si Luis no compartiera la responsabilidad. Estaban ahí. Eran mis hijos. Ellos. Sanos, vivos, inquietos. Tan vivos que casi podía escuchar el ruido del aire en sus pulmones, de la sangre corriendo por sus venas. Tan vivos que seguirían viviendo aunque yo dejara de existir en ese mismo instante. Un alivio. Un tal vez inexplicable pero profundo alivio.

Tengo ganas de ir a verlos. De comprobar que sigue estando, aunque desde que subí aquí (y ya está oscuro) haya retirado mi energía de su supervivencia. Y la haya acumulado, nuevamente, dentro de mí.

viernes, 19 de diciembre de 2014

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Sábado 23
Empiezo por el final del día. Recién, mientras lo secaba, Federico declaró: Cuando sea grande me voy a casar con vos. ¡Pero yo ya estoy casada con papá!, a gatas, reaccioné. Le llevó un segundo replicar: ¿Y si papá se muere? Me causa muchísima gracia comprobar en carne propia tantas páginas de libros. La cosa no terminó ahí. Ya en piyama, me pidió: Mamá, vení, acostate aquí, conmigo. Le aclaré que mi lugar era en mi cama, junto a su papá, que era mi marido. No parecía muy convencido. Se me ocurrió decirle: Cuando seas grande vos también vas a tener una mujer y vas a poder dormir con tu mujer. Se le iluminó la carita. Se durmió radiante. Es notable la inclinación por las mujeres que tiene este mocoso. El otro día vino furioso del Jardín porque, en la ronda de despedida, una compañerita dijo que él era un mujeriego. Le pregunté si la nena había mentido. Me contestó muy serio: No, es verdad, pero no me gusta que me lo digan. Comestible. ¡Pero no quisiera estar en los zapatos de su futura esposa!
Superada la anécdota, vuelvo a la metódica descripción de mis días.
Ayer, a la noche, quedé sin energía. Retomo, entonces, mi tarde de viernes. Cuando llegó la hora de ir a lo de la psicóloga me empezó a doler la panza, síntoma bien conocido de mi historia. Sobre todo porque faltaban diez minutos y Luis no había dado señales de vida. Ya decidida a no esperarlo, puse el coche en marcha, momento en el que apareció por la esquina, corriendo, con su cara de ángel apurado. Luis no cambia: aunque nunca me abandona, me hace sufrir hasta el último instante.
La mujer nos preguntó sobre nuestra pareja, sobre el nacimiento de la nena y la hora (cincuenta minutos en realidad) se venció antes de que pudiéramos llegar siquiera al año. Extenuante pero vivificador recordar la resistencia de Luis ante mi embarazo, el casamiento posterior, la maravilla de encontrarme con mi beba (tan preciosa, además) entre los brazos. Un mes recluida en casa, sintiendo que no me alcanzaban las horas para disfrutarla después de tantos años de haber tenido los brazos vacíos, doliéndome los hijos ajenos. Casi la fagocité.
Veremos a la psicóloga el miércoles próximo. Nos cayó bien. Aspecto tranquilizador, tipo Montes.
A la salida fuimos a buscar a Federico y como, para variar, hizo programa, decidimos tomarnos vacaciones de padres, Llamamos por teléfono a Felisa para que les diera la leche a las nenas y luego, ¡al cine!, ¡a las cinco de la tarde! Insólito. Vimos una de Woody Allen. A la salida, no para tranquilizar nuestra conciencia sino porque estábamos contentos, les compramos unas chucherías (las recibieron contentísimos, siempre se alegran, aunque se trate del programa del cine o de un sobrecito de azúcar). Pasamos a buscar a Fede y llegamos a casa. Felisa nos esperaba, cartera en mano. Me quedé con culpa pero ¡alguna vez le toca jorobarse a ella! Bastantes plantones me hizo en estos seis años de convivencia. Creo que uno de los motivos por los que resolví dejar de trabajar en la Clínica fue para ahorrarme los nervios de esperarla, en la vereda, con el auto en marcha, sabiendo que mis experimentos aguardaban por mí, que Giménez me aguardaba, yo, que me pongo frenética cuando llego tarde. En el fondo, aunque me mufe, prefiero mil veces ser yo la que espere (¿por eso lo habré elegido a Luis?).
Ahora sí, vuelvo al sábado. Desayuno con medialunas (María ya va solita a la panadería, media cuadra) y almuerzo en el club. Mucho aire y mucho sol. Los chicos bastante tranquilos. Es notable cuánto menos se pelean cuando no están en casa. Terreno neutral, ¿el problema es la propiedad privada?
La nota triste del día: mamá, ratón Pérez extra pasó a dejar un regalo para la desdentada. María venía corriendo, contentísima, a mostrármelo, cuando tropezó. El jueguito de té de loza (idéntico al que recibí yo en idénticas circunstancias) se hizo añicos. No quiero ni acordarme de su carita, a pesar de que su abuela, tan afligida como ella (sus últimos regalos tuvieron poca fortuna) prometió reponérselo.
Cuando volvimos del club comimos una pavada, los chicos se bañaron y cayeron molidos. También Luis. Yo me siento en estado de lucidez total. Quisiera no dormir en toda la noche. Tengo una sensación de brusca productividad. Estoy segura de que en este momento podría ponerme a hacer cualquier cosa, desde el amor a un experimento, y que todo me saldría bien. Es un desperdicio tener que dormirme. Es como si mi cabeza tuviera diez años menos, hubiera recuperado repentinamente su claridad, su nitidez. Al mismo tiempo sé que tengo algo que resolver, aunque desconozco cuál es el problema. Como si alguna esotérica revelación anduviera por el aire esperando ser captada por mis aguzadas antenas.

Intentaré dormir para ver si dicha revelación se me aparece en sueños. De últimas, sería gravísimo que sorprendiera a mi vigilia recién a las cinco de la mañana, cuando a las siete, ocho a más tardar, oiremos los pasitos de Paula, que, obviando el almanaque, inaugurarán nuestra mañana de domingo.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

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Viernes 22
Hoy, cuando se acercaba la hora del almuerzo, me agarró una laguna cerebral. Recordé las tantas veces que escuché a madres y tías comentar que para ellas era un cotidiano calvario decidir qué cocinar. Hasta el momento ha sido para mí una actividad en general gratificante, ¿me estaré volviendo vieja?
Para paliar la situación busqué el libro de cocina, todavía casi inexplorado, que me regalaron para Navidad. Hojeándolo encontré una sección que parecía dedicada a mí:

Una semana de menús para la mesa familiar
Una solución al eterno problema, ¨¿Qué hago de comer hoy?¨ Cocina de todos los días, para hacer y saborear en familia. Si organiza sus compras de acuerdo a los menús propuestos, ahorrará tiempo y dinero.

Lunes: Áspic de fiambre/Ñoquis de sémola a la romana/Fruta fresca
Martes: Pierna de cordero con salsa agridulce/Cebollas rellenas/Pomelos azucarados
Miércoles: Paté de berenjenas/Sopa pavesa/Copa Spumone de manzanas
Jueves: Pollo a la pamplemouse/Papas fritas crocantes/Ensalada de tomates y pepinos/Panqueques de miel a la cerveza
Viernes: Sopa de berros/Hígado a la milanesa con salsa de mostaza/Zanahorias glaseadas/Naranja en hielo
Sábado: Trenches de merluza con salsa de anchoas/Macedonia de verduras/Arroz con leche cremoso
Domingo: Agnellotis de queso/Peceto mechado al horno/Flan de coco

¿Necesito explicarle por qué caí en una momentánea pero profunda depresión luego de comparar estos menús con los implementados en casa desde que comencé a hacer estos deberes?
¿Habrá muchas familias que disfrutan de estos manjares? Quizás comen así al mediodía y luego ayunan, porque la ecónoma olvidó proporcionar instrucciones para la cena.
Como nací rebelde, decidí obviar las sugerencias y cociné polenta. La iba a hacer con manteca y queso, pero se ve que de alguna manera asimilé la lección: preparé una salsita de tomate. A María le encanta.
Más tarde: (mi modesta polenta salió riquísima). A las cuatro tenemos hora con la psicóloga (¿será por eso que a María se le cayó su primer diente?). En consecuencia, estoy nerviosa, primer día en que se turba mi paz interior desde que resucitó Felisa y yo con ella.
Sigo releyendo las cartas de mi prima. Creo que en año más podremos descansar un poco, dice en la última. En el momento que me escribía estaba embarazada y aún no lo sabía. Otra nena. Y el cuarto hace poco más de un año. Como siempre dice, tiene cuatro hijos y ninguno fue planeado. Leí un párrafo de Francoise Dolto que me pareció hermosísimo. Aconsejaba decirle al niño no deseado que sus ganas de vvir habían sido más fuertes que los deseos de su propia madre, felicitarlo por su energía vital. De los hijos de mi prima no me cabe ninguna duda: estaban decididos a nacer. Son cuatro indios, supervitales y todos ellos, vivísimos. Notablemente más vivos que la media. Y, pese a todo, la pareja sobrevivió, condición económica incluida. Es un tema que de continuo me ronda: ¿no es una mezquindad limitar el número de nacimientos a las motivaciones económicas, espaciales y laborales?, ¿no es un desperdicio saberse con energía para generar más hijos pero optar por una tranquilidad quizá prematuramente alcanzada?
No puedo resolver mi dilema. Por momentos estoy convencida de que sería un disparate tener otro hijo, que mis nervios ya no dan para más. Sin embargo, sé que podría hacerme cargo, sé que nuestra pareja todavía tiene energía. Aunque me abruma pensar en más años de atarme a pañales cuando, si me decidiera a poner el punto final, dentro de un año el clima familiar, con Paula también en el Jardín, estaría más aliviado. Es así, todo cuanto se tiene es inversamente proporcional a la tranquilidad de que se disfruta. Más se tiene y más hay que cuidar. Hijos, perros, autos o casas. A veces la miro a Paula y pienso que su vida es solo producto de nuestra decisión. Una pareja no invierte demasiada energía en resolver si tendrá un hijo: sus genes le indican que tienen que perpetuarse. Tampoco el segundo requiere demasiados replanteos (a lo sumo elegir el momento): la sociedad enseña que hay que evitar los hijos únicos. El tercer hijo es harina de otro costal. Es opcional. Creo que el tercer hijo es el verdadero hijo del deseo. Será por eso que recién en el embarazo de Paula surgieron mis temores con respecto a la normalidad del bebé. Tuve la noción de que ese hijo era un lujo. Y vaya si por darme ese lujo estropeaba todo lo conseguido hasta el momento. Podía quedarme con dos hijos (la parejita por añadidura) y constituir una familia tipo feliz. ¿Qué si el tercero ponía patas para arriba el porvenir de todos? También tuve miedo de que nuestra pareja no pudiera soportarlo. Los chicos estaban insufribles, Luis nerviosísimo y con problemas laborales. Yo reventada corriendo de la Clínica a casa. Por momentos me planteaba: Estoy loca, tengo a este bebé en la panza porque lo busqué y no puedo con los otros dos, ¿qué haré cuando nazca? Cuando nazca el bebé van a alcanzar una nueva posición de equilibrio que es la que han perdido ahora, nos tranquilizaba Montes. Así fue: nació Paula y la tensión general disminuyó en varios decibeles. Ninguno de los cuatro sabía qué lugar ocuparía ante la irrupción de un nuevo integrante, si tendría un lugar propio en medio de tanta gente conviviendo. Todos nos aliviamos al ver que podíamos absorber a la intrusa. Y amarla. Fue enternecedor ver como los dos mayores la reconocieron al instante como propia.
El embarazo de Paula no fue bueno anímicamente hablando, La pérdida del otro bebé me dejó muy mal, con una desconfianza absoluta en las posibilidades de mi cuerpo. Viví los primeros tres meses sintiendo que en cualquier momento lo perdería. Sin permitirme comunicar la noticia a pesar de que los chicos lo intuían y, al no tener certeza, estaban fatales. Después la amniocentesis. Cuando volví del estudio me acosté esperando que llegaran las contracciones que me harían expulsarlo como justo castigo por haber obrado en contra la naturaleza. De solo pensar que para tener un cuarto debería atravesar todas esas incertidumbres  dudo de mis fuerzas. Por otro lado nunca deja de maravillarme saber que dentro de cada uno, dentro de cada pareja, haya innumerables hijos esperando ser sacados a la luz. Recuerdo mi conmoción al enterarme, leyendo a Sábato, de que él era el menor de diez hermanos. ¡Qué absolutamente condenado a no existir está mi décimo hijo! Y yo, de alguna manera, soy su verdugo. El otro día Luis le hacía reproches a su madre, marcándole los inconvenientes de padecer a una madre vieja. Escuchame le dije ¿estás arrepentido de haber nacido? Desde ese ángulo debo agradecerle a mi suegra haber resuelto ser madre a los cuarenta y cinco. Miren lo que me hubiera perdido si la buena señora decidía que ya no estaba en edad de tener niños. De todos modos, por mal que les vaya en la vida, son muy pocas las personas que se suicidan. Las ganas de vivir son más fuertes que todo.
Vaya a saber apelando a qué remota molécula de mi memoria se me ocurrió hojear el Juan Cristóbal, de Romain Rolland. ¿El azar guió mis manos?

¨…Ustedes quisieran no traer hijos al mundo de no estar seguros de que fuesen unos pequeños rentistas rollizos, que no tuvieran que sufrir…¡Qué demonio! Eso no les incumbe; basta con que les den la vida, el amor a la vida, y el valor para defenderla. En cuanto a lo demás…, que vivan y que mueran… es la suerte de todos. ¿Es preferible renunciar a vivir, a correr los riesgos de la vida?¨


Creo que todo lo que me esforcé en escribir cabe en los pocos renglones de este párrafo que fue publicado en el mismo año en que nací. Nunca terminará de maravillarme que dos personas puedan compartir emociones y pensamientos cuando océanos y décadas separan sus realidades. El ser humano es solo uno.

lunes, 15 de diciembre de 2014

30

Jueves 21
Filet de merluza con ensalada de papas y huevo/Pera
Pollo a la mostaza con arroz/Manzana
No sé a qué extraño motivo se deberá pero he pasado un día idílico con los chicos. La mañana transcurrió sin que estallara un solo conflicto y almorzamos en la más completa armonía. Aunque, en general, las horas de la comida suelen ser buenas. Nunca me dieron trabajo para comer, quizá porque siempre me tomé mucho trabajo. Todos los santos días con mis tres bebés tuve la santa paciencia de prepararles cada puré por separado, cada día tres, de diferentes colores, de diferentes texturas. Aparte la carne, aparte el huevo picadito. Cada plato (térmico, por supuesto) un abanico. También pronto empezaron las reglas inamovibles: si no comían el primer plato, renunciaban al postre. Y ni un bocado hasta la próxima comida. Lo tienen tan incorporado que ellos mismos me recuerdan cuando no les corresponde la fruta (¿será que los amaestré?, ahora dudo de todo lo que hice y hago). Es lindo cocinar para ellos, para Luis que todo encuentra exquisito. Siempre digo que mis hijos no me dan trabajo ni para comer ni para dormir. El problema es todo el resto del tiempo.
Después de merendar los llevé a la plaza. Me encantó verlos jugar y divertirse, comprobar su destreza en las trepadoras. Y también me sentí orgullosa porque fueron alabados por varias madres por mí desconocidas hasta ese momento. No deja de sorprenderme que me feliciten por lo lindos que son. Nunca pensé que mis hijos se destacarían por su belleza, quizá sí por su inteligencia (caballito de batalla de los elogios que mereció mi infancia), ramo sobre el cual no suelo recibir especiales cumplidos. Es curioso ver hasta qué punto los hijos se ingenian para superar determinadas expectativas y al mismo tiempo no cumplir con otras. Cada ser humano es impredecible, implanificable e inmodificable, lo que es una auténtica maravilla. De todos modos, no pierdo oportunidad de decirles que son lindos. Creo que lo importante en la vida (ni siquiera importante, quizá solo para mitigar la adolescencia) no es ser lindo sino creerse lindo. Tuve varias compañeras muy feas pero no se notaba porque se movían como si fueran lindas. Mi ahijada, en cambio, que es preciosa, está convencida de que es horrible y se desplaza escondiéndose. Y le va con los muchachos de acuerdo a como se muestra. Si hay algo que pueda hacer para evitarles ese trance a mis hijos, lo haré.
Hermosa tarde de plaza, regreso sin berrinches, baño en paz y alegre cena, padre incluido. De no creer. Voy a marcar el día en el calendario porque dudo de que se repita demasiado pronto. De todos modos quedará marcado: hoy se le cayó a María su primer diente, mordiendo, clásicamente, una manzana. Le brillaba la carita de orgullo. En mí, emociones contradictorias. Mi hermana Claudia, siempre previsora, en su último viaje le trajo una almohadita con bolsillo del cual los organizados ratones norteamericanos retiran el diente, remplazándolo por monedas. Luis ya logró hacer el canje sin que la súbitamente crecida durmiente abriera ni un ojo.

Hoy a la tarde estuve revisando correspondencia vieja. Con las cartas de mi prima me di una panzada. Me fue contando, año a año, las peripecias de su.maternidad Tantas cosas que yo no recordaba. Y creo que lo trascendente se desprende de cada anécdota minúscula que pone en evidencia lo que se siente en cada una de las eternamente renovadas veinticuatro horas de madre. Cuando recibía sus cartas no podía terminar  de entenderla. Ella siempre con un hijo más que yo. Ya luchaba con sus dos críos, además a la distancia de amigos y familia, mientras mi hogar era la armónica conjunción de nuestra pareja y María, tan dócil y adorable hasta que nació su hermano. Recuerdo una frase de mi cuñado: Tener un hijo es una travesura, tener dos es una familia. Otra, ¿de quién?: Cuando tenés un hijo disputan por cuidártelo, cuando tenés dos, los aceptan, y cuando tenés tres no encontrás quien los agarre. Y la de Montes: El primer hijo acata, el segundo, discute y el tercero hace lo que quiere. Sabiduría popular, que le dicen. Tendríamos que aprender a escuchar más y a creernos menos los únicos dueños de la verdad, a no ser tan soberbios de suponer que nuestra experiencia se apartará de lo que los demás intentan anticiparnos que nos sucederá. Uno solo debería sentar cátedra sobre algo luego de haberlo vivido. Me resisto enérgicamente a recibir consejos sobre cómo educar a los niños provenientes de gente que no tiene hijos, así sean psicólogos  o pediatras. En realidad, ya solo escucho a los que tienen más de uno; dentro de poco exigiré certificado de tercero. Uno es una cosa, dos es otra, tres un montón y cuatro ni quiero imaginarme aunque por momentos me tiente comprobarlo.

viernes, 12 de diciembre de 2014

29

Miércoles 20
Pastel de carne/Gelatina
Guiso de arroz/Manzana
Durante el almuerzo tuve una charla interesante con los chicos. No sé a raíz de qué surgió el tema de las prioridades. Luego de deliberaciones varias llegaron a la conclusión de que lo más importante en la vida era (en orden): respirar, tomar agua, comer, tener una casa para no pasar frío y una familia que te quiera acotó, por último, María. Creo que le hizo requetebién el colegio del estado. Aterrizó en la Argentina. Cuando iba al Jardín me preguntaba, sorprendida, por qué nosotros no veraneábamos en Punta del Este. Ahora no sale de su asombro al enterarse de que Hugo se levanta a las cinco de la mañana (viven en Moreno pero la mamá trabaja por horas a una cuadra de la escuela). Me emocionó cuando decidió regalarle su bufanda preferida a Nilda. Fue para ella muy importante ir a jugar a ¨su casa¨ donde la mamá es empleada sin retiro. Duermen en una sola cama, vino compungida a contarme. Cuando la veo cada mañana en fila, recitando una oración a la bandera que ni sabe lo que dice, este tipo de experiencia me reconcilia con  haber elegido el colegio municipal. Al menos socialmente, es muy enriquecedor. Será cuestión de ir cubriendo las otras falencias. De última, me interesa más que sea un buen ser humano a que aprenda los últimos recursos de la computación.
Fue muy fuerte escucharlos discutir, tan llenos de sentido común. Me cuestioné cuánto los tengo en cuenta realmente. Quizá me acostumbré a manejarlos desconociendo el potencial de sus razonamientos, de sus sentimientos.
El mentado e interesante almuerzo terminó mal porque Federico decidió accionar el sifón, empapándola a María que, presa de un ataque de apoplejía, empezó a correrlo con la cuchara de madera en la mano. Paula observaba entretenidísima, saboreando su gelatina. Es notable cómo se divierte un tercer hijo. La mido con el año y medio de María, rodeada de mayores, ausentes los gritos pero también la risa, la jarana. De la María que recibió tanta más paciencia pero también tanta más ansiedad, tanta más exigencia. Hoy Paula lloraba amargamente porque le di un chirlo al pescarla intentando meter los dedos en el enchufe (no le creo ni al disyuntor) y, sobre el pucho, Luis le gritó para evitar que descuartizara (¿tiene huesos?) a la tortuga. Gran escándalo escondiendo la carita entre las manos. María se indignó: Pobrecita, ¿no ven que cree que nadie la quiere?, se acercó a ella y la abrazó. Para comérselas. María le pregunté cuando te retamos, ¿vos también creés que no te queremos? Claro contestó muy convencida mientras Federico agregaba: Uno sabe que te quieren pero te parece que no. Les di un fuerte abrazo a los tres, conmocionada. Mis hijos, aunque fuera por segundos, dudaban de mi amor. Más señales de alarma.
Tener hermanos es maravilloso. A menudo, cuando los veo divertirse juntos, correrse, compartir un baño, me acuerdo de Pablo. Pienso en todo lo que se está perdiendo aunque sea el destinatario absoluto de la atención de su papá y su mamá. Estoy convencida de que, desde el punto de vista de los niños, cuantos más hermanos, más rica es la experiencia, mayor la posibilidad de aprender a vivir, a compartir, a ganar y a perder. Desde el punto de vista de los padres el panorama es más complejo. Suele reiterarse la situación de que lo  que es bueno para los hijos no lo es tanto para sus padres. Creo que las características de los chicos que nos resultan molestas son las que a ellos más útiles les serán. Un niño que defiende a muerte sus derechos (en lo que solemos catalogar como ¨capricho¨) será un adulto capaz de defenderse; un chico que no siempre obedece no acatará indiscriminadamente a su jefe (y vaya con la obediencia debida); el que tiene una vitalidad que provoca la desesperación de sus progenitores, podrá luego desplegarla en la profesión que elija; nos quejamos de los chicos de poco dormir, sin embargo, qué útil resulta de adulto arreglarse con pocas horas de sueño. Cuántas cosas que uno inventa para consolarse de lo que le toca soportar. Desde ese ángulo debería estar tranquila: no veré a mis hijos convertidos en hombres y mujeres que se dejen someter. Y suelo decirles: Ya me divertiré cuando tengan que soportar las diabluras de sus propios hijos. También, como decidan no tener descendencia, ¡los mato! Debe de ser maravilloso ser abuelo. Que se ocupe otro de sacarlos derechos, llegó el turno de disfrutar. Yo que he sido y soy tan exigente (¿hinchapelotas?) como madre, seguramente formaré parte de las abuelas permisivas. No deja de sorprenderme ver a mamá, que nos tuvo al trote, apañándolos. Veremos qué me depara la vida.
Hubo otro hecho importante en mi día: buscando unos documentos encontré, accidentalmente, una reliquia. Si bien tenía una vaga noción de su existencia, creía que la había tirado. Craso error: apareció la lista de mis mandamientos privados. Pero no diez, ¡ciento cuarenta!
Creo que buena parte de mis contradicciones puede interpretarse a la luz de este hallazgo. Siempre me supe dogmática, pero nunca creí que a tal extremo, a edad tan temprana.

Cuando superado el shock, los releí con atención, llegué a la conclusión de que había cumplido buena parte de las infinitas normas propuestas, que contemplaban toda eventualidad que pudiera producirse, desde cómo criar mellizos, hasta la frecuencia de las visitas al dentista. Sin embargo, el resultado no es el paraíso esperado. Tal vez se deba a que cumplí las acciones pero no logré llevarlas a cabo con el ánimo apropiado. ¿Cómo no voy a sentirme en permanente falta si lo que yo misma esperaba de mí es absurdamente incumplible? Si mi superyó ya era insaciable a los quince años, no es de extrañar que suela jugarme tan malas pasadas. Por otro lado, no me abandona la sensación de engañar a los observadores. Suelo recibir elogios sobre cómo desempeño mi función materna: de amigas, de maestras, de madres de compañeritos. De mi propia madre que reconoce que con nosotras no se  tomaba tanto trabajo. Me doy cuenta de que no me creen cuando confieso impacientarme, cuando reconozco que a veces les propino un chirlo. Se maravillan de que los lleve y los traiga, de que les teja, cosa y haga cada bocadito de sus cumpleaños, etc, etc. Cada vez que recibo un cumplido al respecto me pongo mal. Siento que soy una embaucadora, que hay cosas que tal vez hago por propio lucimiento más que estrictamente por ellos. Es curioso, pero en lugar de gratificarme me incomoda sentir que se equivocan conmigo. Hay algo de lo que estoy segura a pesar de lo que opinen todos, Luis incluido: no soy la madre que me propuse ser, que quisiera ser. Conmigo misma estoy eternamente en deuda, quizá más que con mis propios hijos. Porque a los cinco minutos de un reto, de un grito, ellos están de lo más contentos, el episodio superado (habría que ver sus consecuencias en el tiempo, cuánto gastarán en analistas, ¿usted qué opina?). Pero yo me quedo como la mona. Me aborrezco por no haber podido controlarme. Me propongo cambiar pero ya ni yo misma creo en mis propósitos. Es que todo cuanto de ellos provenga me conmueve, me conmociona, me llega hasta el tuétano.  Y lo que objetivamente parece una pavada a mí me cuestiona, lo que ya son, lo que pueden llegar a ser. El problema con los hijos es que no nos dan la posibilidad de volver para atrás. Como bien dice Kundera, ¨la vida es un boceto que nunca puede completarse, que no se puede rehacer; es imposible verificar el resultado del camino no elegido.