lunes, 29 de diciembre de 2014

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Lunes 25
Habiéndolos dejado dormidos, Luis en reunión de Cooperadora, me dispuse a consultar mi agenda para organizar el día de mañana. Cuál no sería mi sorpresa al descubrir a las 15 horas prolijamente subrayado Ana María. Me había olvidado por completo. Es más, me resulta increíble que ya haya pasado un mes. Sin embargo, también por momentos siento que hace un siglo que adopté esta costumbre de registrar mis días, mis emociones, mis recuerdos.
Aunque parezca absurdo, me asomé a esta hoja angustiada. No he nacido para las despedidas, para los cortes. Y pese a que sepa que lo que me espera es mejor, me cuesta un montón dejar lo que hasta ese instante llenaba mi vida. Casas, autos, estudios, terapias. Embarazos.
Este será mi último día registrado. Claro que nadie me impide continuar mi diario hasta el infinito como fue mi costumbre en la adolescencia. Pero esta situación es diferente. Soy sumamente estricta en el cumplimiento de los mandatos y, si de alguna manera no hubiera sentido sobre mí el peso de una orden, estoy segura de que de la cuarta hoja  no habría pasado. Es lo mismo que juntar boletos de colectivo: solo cobra sentido si sirve para comprar una silla de ruedas; si no, se constituye en una reverenda estupidez.
También es cierto que me permití extraer los minutos que dediqué a estas líneas (sobre todo en ausencia de Felisa) de mis obligaciones diversas, porque sentí que estaba cumpliendo con otra obligación, emprendí el trabajo con tanta seriedad como cuando planeé mi tesis. Tenía que hacerlo. Y bien. Tuviera o no tuviera ganas. Tal vez la sorpresa radique en que, sin que me diera cuenta, la obligación se transformó en placer, la rutina en una suerte de encuentro conmigo misma. Se generó un espacio donde reflexionar, donde los ánimos se apaciguan por el solo hecho de concedernos tiempo para examinar nuestros procederes. Y todo pierde importancia cuando nos permitimos mirarlo de lejos. Lo que durante el día me había parecido un drama, se convertía en gracioso al terminar de escribirlo. Nunca me olvido de lo que Federico me dijo una vez,  cuando me enfurecí aún más al oír que se reía mientras lo retaba: Mami, si te miraras en el espejo vos también te reirías. Escribir cada noche fue como mirarme la cara en el espejo. Y también yo pude reírme de la ridícula seriedad con que me tomo cada fragmento de mi vida. Es notable, mucha gente cuenta con una sonrisa que la madre los corría con la chinela para pegarles. ¿Será porque en ese momento recuerdan la cara a la que Fede se refería? Esos son unos. Hay otros que cuentan los castigos con rencor con amargura, aunque hayan sido menos vehementes. Tal vez la diferencia estribe en el hecho de haberse sentido queridos o no al ser retados. En haber temido que el episodio  comprometiera el amor imprescindible para que un chico pueda respirar sin angustia. No lo sé.
Va a quedar un hueco en mi vida. Como un cuarto puerperio. Sin embargo, estoy convencida de que no debo seguir con esta empresa. Fue riquísima pero suficiente. Ya basta. Continuar bloquearía esta energía extra que siento que se desprende de mí.
Dado lo gratificante que me resultó volcarme en este papel, hasta fantaseé reintentar abordar las letras. Pero no, la sola idea me produce vértigo. Todavía no estoy preparada para enfrentar una hoja interrogante. Puedo recordar en el cuerpo la angustia capaz de provocarme.
Será cuestión de permitirme unos días en blanco (pocas cosas más difíciles de pedirme). Tendría que aprender a confiar en mí misma. A concederme tiempo. Tiempo hasta para perder el tiempo. Quizá sea la única manera de empezar a ganarlo, definitivamente.
Sé que hay algo que espera por mí. Asumo el compromiso de descubrirlo aunque me insuma todas las tardes de subir a este estudio y enfrentarme conmigo misma.
Haciendo uso de mi flamante libertad, me voy a la cama con el libro que hoy me regaló Luis. Sábato. Aún a costa de volver a postergar la planificada carta para mi hermana.

Hasta mañana, 26 de agosto a las 15 horas. Me despido con la satisfacción del deber cumplido.

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