Lunes 25
Habiéndolos
dejado dormidos, Luis en reunión de Cooperadora, me dispuse a consultar mi
agenda para organizar el día de mañana. Cuál no sería mi sorpresa al descubrir
a las 15 horas prolijamente subrayado Ana
María. Me había olvidado por completo. Es más, me resulta increíble que
ya haya pasado un mes. Sin embargo, también por momentos siento que hace un
siglo que adopté esta costumbre de registrar mis días, mis emociones, mis
recuerdos.
Aunque
parezca absurdo, me asomé a esta hoja angustiada. No he nacido para las
despedidas, para los cortes. Y pese a que sepa que lo que me espera es mejor,
me cuesta un montón dejar lo que hasta ese instante llenaba mi vida. Casas,
autos, estudios, terapias. Embarazos.
Este
será mi último día registrado. Claro que nadie me impide continuar mi diario hasta el infinito como fue mi
costumbre en la adolescencia. Pero esta situación es diferente. Soy sumamente
estricta en el cumplimiento de los mandatos y, si de alguna manera no hubiera
sentido sobre mí el peso de una orden, estoy segura de que de la cuarta
hoja no habría pasado. Es lo mismo que
juntar boletos de colectivo: solo cobra sentido si sirve para comprar una silla
de ruedas; si no, se constituye en una reverenda estupidez.
También
es cierto que me permití extraer los minutos que dediqué a estas líneas (sobre
todo en ausencia de Felisa) de mis obligaciones diversas, porque sentí que
estaba cumpliendo con otra obligación, emprendí el trabajo con tanta seriedad
como cuando planeé mi tesis. Tenía que hacerlo. Y bien. Tuviera o no tuviera
ganas. Tal vez la sorpresa radique en que, sin que me diera cuenta, la
obligación se transformó en placer, la rutina en una suerte de encuentro
conmigo misma. Se generó un espacio donde reflexionar, donde los ánimos se
apaciguan por el solo hecho de concedernos tiempo para examinar nuestros
procederes. Y todo pierde importancia cuando nos permitimos mirarlo de lejos.
Lo que durante el día me había parecido un drama, se convertía en gracioso al
terminar de escribirlo. Nunca me olvido de lo que Federico me dijo una
vez, cuando me enfurecí aún más al oír
que se reía mientras lo retaba: Mami, si
te miraras en el espejo vos también te reirías. Escribir cada noche fue como
mirarme la cara en el espejo. Y también yo pude reírme de la ridícula seriedad
con que me tomo cada fragmento de mi vida. Es notable, mucha gente cuenta con
una sonrisa que la madre los corría con la chinela para pegarles. ¿Será porque
en ese momento recuerdan la cara a la que Fede se refería? Esos son unos. Hay
otros que cuentan los castigos con rencor con amargura, aunque hayan sido menos
vehementes. Tal vez la diferencia estribe en el hecho de haberse sentido queridos o no al ser retados. En haber temido que el episodio comprometiera el amor imprescindible para que
un chico pueda respirar sin angustia. No lo sé.
Va
a quedar un hueco en mi vida. Como un cuarto puerperio. Sin embargo, estoy
convencida de que no debo seguir con esta empresa. Fue riquísima pero
suficiente. Ya basta. Continuar bloquearía esta energía extra que siento que se
desprende de mí.
Dado
lo gratificante que me resultó volcarme en este papel, hasta fantaseé reintentar
abordar las letras. Pero no, la sola idea me produce vértigo. Todavía no estoy
preparada para enfrentar una hoja interrogante. Puedo recordar en el cuerpo la
angustia capaz de provocarme.
Será
cuestión de permitirme unos días en blanco (pocas cosas más difíciles de
pedirme). Tendría que aprender a confiar en mí misma. A concederme tiempo.
Tiempo hasta para perder el tiempo. Quizá sea la única manera de empezar a
ganarlo, definitivamente.
Sé
que hay algo que espera por mí. Asumo el compromiso de descubrirlo aunque me
insuma todas las tardes de subir a este estudio y enfrentarme conmigo misma.
Haciendo
uso de mi flamante libertad, me voy a la cama con el libro que hoy me regaló
Luis. Sábato. Aún a costa de volver a postergar la planificada carta para mi
hermana.
Hasta mañana, 26 de agosto a las 15
horas. Me despido con la satisfacción del deber cumplido.
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