Domingo 24
Como
el día estaba hermoso decidimos ir al zoológico, visita suspendida cuando Paula
se apretó el dedito, ya casi recuperado.
A
pesar del sol, la risa de los chicos y la compañía de Luis, no conseguí
relajarme. Algo me faltaba. Cierta zozobra impulsándome a volver a casa, aunque
este fin de semana, por suerte, no me urgían las tareas domésticas.
No
bien llegamos me di cuenta de qué era lo que me pasaba. Tuve ganas de subir al
escritorio. Y subí. Aquí estoy, escribiendo a las cinco de la tarde. Luis (es
notable la capacidad que tiene para descubrir mis necesidades) se ofreció a
entretener a los chicos, y yo, ajena a mis costumbres, acepté su ofrecimiento.
No sé qué están haciendo y, en el fondo, no me interesa. Los he visto demasiado
en este último tiempo. Creo que cuando uno está tan encima de los hijos pierde
perspectiva. Me pasó hoy en el zoológico. Como estaba cansada me senté en un
banco. Observé a Paula, frente a la jaula de los monos. ¿Esa nena trepada a la
verja era mi beba? Federico saltaba imitándolos: es notable, tiene los piecitos
mucho más derechos. María, bastante más lejos, le tiraba miguitas a los patos.
Me reconocí en su silueta, ya espigándose. Cosas que uno no puede notar cuando
solo centímetros lo separan de sus hijos a lo largo de días y días.
Tuve
una rara sensación de independencia. Suelo sentir que son prolongaciones mías,
a quienes visto y baño como si fueran yo misma. Eran otros. Como si cochecitos
a control remoto hubieran recuperado su autonomía. Yo los miraba desde lejos,
ellos no me veían, no les interesaba
saber dónde estaba y, pese a que percibía que no se estaban alimentando de la
energía con que siento suelo arriarlos, eran capaces de desplazarse en el
espacio, de decidir cuál bicho acapararía su atención. También Luis parecía
ajeno a mis movimientos. Por un lado me sentí de más. Prescindible. Aunque me
muriera en ese preciso instante ellos iban a seguir viviendo. A seguir
creciendo, a seguir riendo. Al mismo tiempo, un alivio infinito. Los vi
fuertes, sanos, seguros. Capaces de soportar mi ausencia, quizás hasta de
gozarla, como en ese instante en que solo ellos constituían el universo de su
padre. Recordé una reciente conversación con María. Me preguntó que significaba
indispensable. Después de mis
explicaciones concluyó: Como una mamá,
pero al instante recapacito no, como la
sangre.
Aquí
estoy. Escribiendo, un domingo por la tarde. La ruptura de uno de mis
mandamientos más fuertemente defendidos: la sacralidad de los fines de semana.
Creo que es la primera vez que me atrevo a robarle al domingo, hecho para la
familia en pleno, independientemente de las necesidades individuales, una horas
para mí. Y estoy disfrutando de esta travesura. Es gracioso sentir que burlo
las exigencias por mí misma impuestas a mí misma. Inconsciente versus superyó.
Mientras tanto mi yo está de fiesta.
Acabo
de sacarme un peso de encima. Como si pudiera restarle importancia a alguno de
mis actos. A mí, que se me va la vida en cada insignificancia que debo llevar a
cabo. Yo, que me juego en cada movimiento de mi cuerpo, de mi alma. Laura, que
no se perdona que se le rompa un huevo al cascarlo, olvidar un cumpleaños, un
botón de menos en la camisa del marido. La más leve falla puede traer la
condena eterna. La más mínima equivocación y toda la estantería viniéndose
abajo. Una palabra más fuerte que la otra
y la posibilidad de que Luis descubra que ya no me quiere. Un chirlo y la certeza
de que nunca podré reparar la relación con mis hijos. Me cansa mucho más ir evaluando
mi rendimiento que en sí las cosas que hago.
Por
eso fue tan extraña esa ráfaga del zoológico. Por un momento sentí que podía
ser benevolente conmigo misma. María tendría terrores nocturnos, Federico sería
incapaz de dominar sus impulsos y Paula demasiado caprichosa. Pero los tres
estaban vivos, derramaban energía a cada paso, tenían amigos, hablaban hasta
por los codos, eran capaces de luchar por lo que querían, disfrutaban de dar y
de recibir amor. Tan mal no me habían salido, tan mal no nos habían salido.
Porque tengo tendencia a adjudicar sus defectos a mis fallas, como si Luis no
compartiera la responsabilidad. Estaban ahí. Eran mis hijos. Ellos. Sanos, vivos, inquietos. Tan
vivos que casi podía escuchar el ruido del aire en sus pulmones, de la sangre
corriendo por sus venas. Tan vivos que seguirían viviendo aunque yo dejara de
existir en ese mismo instante. Un alivio. Un tal vez inexplicable pero profundo
alivio.
Tengo
ganas de ir a verlos. De comprobar que sigue estando, aunque desde que subí
aquí (y ya está oscuro) haya retirado mi energía de su supervivencia. Y la haya
acumulado, nuevamente, dentro de mí.
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