lunes, 22 de diciembre de 2014

33

Domingo 24
Como el día estaba hermoso decidimos ir al zoológico, visita suspendida cuando Paula se apretó el dedito, ya casi recuperado.
A pesar del sol, la risa de los chicos y la compañía de Luis, no conseguí relajarme. Algo me faltaba. Cierta zozobra impulsándome a volver a casa, aunque este fin de semana, por suerte, no me urgían las tareas domésticas.
No bien llegamos me di cuenta de qué era lo que me pasaba. Tuve ganas de subir al escritorio. Y subí. Aquí estoy, escribiendo a las cinco de la tarde. Luis (es notable la capacidad que tiene para descubrir mis necesidades) se ofreció a entretener a los chicos, y yo, ajena a mis costumbres, acepté su ofrecimiento. No sé qué están haciendo y, en el fondo, no me interesa. Los he visto demasiado en este último tiempo. Creo que cuando uno está tan encima de los hijos pierde perspectiva. Me pasó hoy en el zoológico. Como estaba cansada me senté en un banco. Observé a Paula, frente a la jaula de los monos. ¿Esa nena trepada a la verja era mi beba? Federico saltaba imitándolos: es notable, tiene los piecitos mucho más derechos. María, bastante más lejos, le tiraba miguitas a los patos. Me reconocí en su silueta, ya espigándose. Cosas que uno no puede notar cuando solo centímetros lo separan de sus hijos a lo largo de días y días.
Tuve una rara sensación de independencia. Suelo sentir que son prolongaciones mías, a quienes visto y baño como si fueran yo misma. Eran otros. Como si cochecitos a control remoto hubieran recuperado su autonomía. Yo los miraba desde lejos, ellos no me veían,  no les interesaba saber dónde estaba y, pese a que percibía que no se estaban alimentando de la energía con que siento suelo arriarlos, eran capaces de desplazarse en el espacio, de decidir cuál bicho acapararía su atención. También Luis parecía ajeno a mis movimientos. Por un lado me sentí de más. Prescindible. Aunque me muriera en ese preciso instante ellos iban a seguir viviendo. A seguir creciendo, a seguir riendo. Al mismo tiempo, un alivio infinito. Los vi fuertes, sanos, seguros. Capaces de soportar mi ausencia, quizás hasta de gozarla, como en ese instante en que solo ellos constituían el universo de su padre. Recordé una reciente conversación con María. Me preguntó que significaba indispensable. Después de mis explicaciones concluyó: Como una mamá, pero al instante recapacito no, como la sangre.
Aquí estoy. Escribiendo, un domingo por la tarde. La ruptura de uno de mis mandamientos más fuertemente defendidos: la sacralidad de los fines de semana. Creo que es la primera vez que me atrevo a robarle al domingo, hecho para la familia en pleno, independientemente de las necesidades individuales, una horas para mí. Y estoy disfrutando de esta travesura. Es gracioso sentir que burlo las exigencias por mí misma impuestas a mí misma. Inconsciente versus superyó. Mientras tanto mi yo está de fiesta.
Acabo de sacarme un peso de encima. Como si pudiera restarle importancia a alguno de mis actos. A mí, que se me va la vida en cada insignificancia que debo llevar a cabo. Yo, que me juego en cada movimiento de mi cuerpo, de mi alma. Laura, que no se perdona que se le rompa un huevo al cascarlo, olvidar un cumpleaños, un botón de menos en la camisa del marido. La más leve falla puede traer la condena eterna. La más mínima equivocación y toda la estantería viniéndose abajo. Una  palabra más fuerte que la otra y la posibilidad de que Luis descubra que ya no me quiere. Un chirlo y la certeza de que nunca podré reparar la relación con mis hijos. Me cansa mucho más ir evaluando mi rendimiento que en sí las cosas que hago.
Por eso fue tan extraña esa ráfaga del zoológico. Por un momento sentí que podía ser benevolente conmigo misma. María tendría terrores nocturnos, Federico sería incapaz de dominar sus impulsos y Paula demasiado caprichosa. Pero los tres estaban vivos, derramaban energía a cada paso, tenían amigos, hablaban hasta por los codos, eran capaces de luchar por lo que querían, disfrutaban de dar y de recibir amor. Tan mal no me habían salido, tan mal no nos habían salido. Porque tengo tendencia a adjudicar sus defectos a mis fallas, como si Luis no compartiera la responsabilidad. Estaban ahí. Eran mis hijos. Ellos. Sanos, vivos, inquietos. Tan vivos que casi podía escuchar el ruido del aire en sus pulmones, de la sangre corriendo por sus venas. Tan vivos que seguirían viviendo aunque yo dejara de existir en ese mismo instante. Un alivio. Un tal vez inexplicable pero profundo alivio.

Tengo ganas de ir a verlos. De comprobar que sigue estando, aunque desde que subí aquí (y ya está oscuro) haya retirado mi energía de su supervivencia. Y la haya acumulado, nuevamente, dentro de mí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario