viernes, 12 de diciembre de 2014

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Miércoles 20
Pastel de carne/Gelatina
Guiso de arroz/Manzana
Durante el almuerzo tuve una charla interesante con los chicos. No sé a raíz de qué surgió el tema de las prioridades. Luego de deliberaciones varias llegaron a la conclusión de que lo más importante en la vida era (en orden): respirar, tomar agua, comer, tener una casa para no pasar frío y una familia que te quiera acotó, por último, María. Creo que le hizo requetebién el colegio del estado. Aterrizó en la Argentina. Cuando iba al Jardín me preguntaba, sorprendida, por qué nosotros no veraneábamos en Punta del Este. Ahora no sale de su asombro al enterarse de que Hugo se levanta a las cinco de la mañana (viven en Moreno pero la mamá trabaja por horas a una cuadra de la escuela). Me emocionó cuando decidió regalarle su bufanda preferida a Nilda. Fue para ella muy importante ir a jugar a ¨su casa¨ donde la mamá es empleada sin retiro. Duermen en una sola cama, vino compungida a contarme. Cuando la veo cada mañana en fila, recitando una oración a la bandera que ni sabe lo que dice, este tipo de experiencia me reconcilia con  haber elegido el colegio municipal. Al menos socialmente, es muy enriquecedor. Será cuestión de ir cubriendo las otras falencias. De última, me interesa más que sea un buen ser humano a que aprenda los últimos recursos de la computación.
Fue muy fuerte escucharlos discutir, tan llenos de sentido común. Me cuestioné cuánto los tengo en cuenta realmente. Quizá me acostumbré a manejarlos desconociendo el potencial de sus razonamientos, de sus sentimientos.
El mentado e interesante almuerzo terminó mal porque Federico decidió accionar el sifón, empapándola a María que, presa de un ataque de apoplejía, empezó a correrlo con la cuchara de madera en la mano. Paula observaba entretenidísima, saboreando su gelatina. Es notable cómo se divierte un tercer hijo. La mido con el año y medio de María, rodeada de mayores, ausentes los gritos pero también la risa, la jarana. De la María que recibió tanta más paciencia pero también tanta más ansiedad, tanta más exigencia. Hoy Paula lloraba amargamente porque le di un chirlo al pescarla intentando meter los dedos en el enchufe (no le creo ni al disyuntor) y, sobre el pucho, Luis le gritó para evitar que descuartizara (¿tiene huesos?) a la tortuga. Gran escándalo escondiendo la carita entre las manos. María se indignó: Pobrecita, ¿no ven que cree que nadie la quiere?, se acercó a ella y la abrazó. Para comérselas. María le pregunté cuando te retamos, ¿vos también creés que no te queremos? Claro contestó muy convencida mientras Federico agregaba: Uno sabe que te quieren pero te parece que no. Les di un fuerte abrazo a los tres, conmocionada. Mis hijos, aunque fuera por segundos, dudaban de mi amor. Más señales de alarma.
Tener hermanos es maravilloso. A menudo, cuando los veo divertirse juntos, correrse, compartir un baño, me acuerdo de Pablo. Pienso en todo lo que se está perdiendo aunque sea el destinatario absoluto de la atención de su papá y su mamá. Estoy convencida de que, desde el punto de vista de los niños, cuantos más hermanos, más rica es la experiencia, mayor la posibilidad de aprender a vivir, a compartir, a ganar y a perder. Desde el punto de vista de los padres el panorama es más complejo. Suele reiterarse la situación de que lo  que es bueno para los hijos no lo es tanto para sus padres. Creo que las características de los chicos que nos resultan molestas son las que a ellos más útiles les serán. Un niño que defiende a muerte sus derechos (en lo que solemos catalogar como ¨capricho¨) será un adulto capaz de defenderse; un chico que no siempre obedece no acatará indiscriminadamente a su jefe (y vaya con la obediencia debida); el que tiene una vitalidad que provoca la desesperación de sus progenitores, podrá luego desplegarla en la profesión que elija; nos quejamos de los chicos de poco dormir, sin embargo, qué útil resulta de adulto arreglarse con pocas horas de sueño. Cuántas cosas que uno inventa para consolarse de lo que le toca soportar. Desde ese ángulo debería estar tranquila: no veré a mis hijos convertidos en hombres y mujeres que se dejen someter. Y suelo decirles: Ya me divertiré cuando tengan que soportar las diabluras de sus propios hijos. También, como decidan no tener descendencia, ¡los mato! Debe de ser maravilloso ser abuelo. Que se ocupe otro de sacarlos derechos, llegó el turno de disfrutar. Yo que he sido y soy tan exigente (¿hinchapelotas?) como madre, seguramente formaré parte de las abuelas permisivas. No deja de sorprenderme ver a mamá, que nos tuvo al trote, apañándolos. Veremos qué me depara la vida.
Hubo otro hecho importante en mi día: buscando unos documentos encontré, accidentalmente, una reliquia. Si bien tenía una vaga noción de su existencia, creía que la había tirado. Craso error: apareció la lista de mis mandamientos privados. Pero no diez, ¡ciento cuarenta!
Creo que buena parte de mis contradicciones puede interpretarse a la luz de este hallazgo. Siempre me supe dogmática, pero nunca creí que a tal extremo, a edad tan temprana.

Cuando superado el shock, los releí con atención, llegué a la conclusión de que había cumplido buena parte de las infinitas normas propuestas, que contemplaban toda eventualidad que pudiera producirse, desde cómo criar mellizos, hasta la frecuencia de las visitas al dentista. Sin embargo, el resultado no es el paraíso esperado. Tal vez se deba a que cumplí las acciones pero no logré llevarlas a cabo con el ánimo apropiado. ¿Cómo no voy a sentirme en permanente falta si lo que yo misma esperaba de mí es absurdamente incumplible? Si mi superyó ya era insaciable a los quince años, no es de extrañar que suela jugarme tan malas pasadas. Por otro lado, no me abandona la sensación de engañar a los observadores. Suelo recibir elogios sobre cómo desempeño mi función materna: de amigas, de maestras, de madres de compañeritos. De mi propia madre que reconoce que con nosotras no se  tomaba tanto trabajo. Me doy cuenta de que no me creen cuando confieso impacientarme, cuando reconozco que a veces les propino un chirlo. Se maravillan de que los lleve y los traiga, de que les teja, cosa y haga cada bocadito de sus cumpleaños, etc, etc. Cada vez que recibo un cumplido al respecto me pongo mal. Siento que soy una embaucadora, que hay cosas que tal vez hago por propio lucimiento más que estrictamente por ellos. Es curioso, pero en lugar de gratificarme me incomoda sentir que se equivocan conmigo. Hay algo de lo que estoy segura a pesar de lo que opinen todos, Luis incluido: no soy la madre que me propuse ser, que quisiera ser. Conmigo misma estoy eternamente en deuda, quizá más que con mis propios hijos. Porque a los cinco minutos de un reto, de un grito, ellos están de lo más contentos, el episodio superado (habría que ver sus consecuencias en el tiempo, cuánto gastarán en analistas, ¿usted qué opina?). Pero yo me quedo como la mona. Me aborrezco por no haber podido controlarme. Me propongo cambiar pero ya ni yo misma creo en mis propósitos. Es que todo cuanto de ellos provenga me conmueve, me conmociona, me llega hasta el tuétano.  Y lo que objetivamente parece una pavada a mí me cuestiona, lo que ya son, lo que pueden llegar a ser. El problema con los hijos es que no nos dan la posibilidad de volver para atrás. Como bien dice Kundera, ¨la vida es un boceto que nunca puede completarse, que no se puede rehacer; es imposible verificar el resultado del camino no elegido.

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