AGOSTO 1989
Jueves 24
Arroz con
manteca y queso/Banana
Pollo al horno
con puré de calabaza/Manzana
Como
todos los días escuché el despertador a
las siete menos cuarto. Todavía un respiro. Luis apareció a las siete y cinco,
duchado y con María en brazos. La acostó en nuestra cama. Vencidos los plazos
me levanté, fui al baño y volví para iniciar la lucha contra el malhumor
matutino de la nena. Anoche le había preparado la ropa pero faltaban las
medias. La dejé vistiéndose y fui a buscarlas, tratando de hacer el menor ruido
posible. Inútil. Paula se incorporó como un bombero en cuanto sintió mi
respiración en su cuarto. Regresé con las medias y con la gorda en brazos y me
encontré con que María solo se había puesto una manga de la polera. Siete y
veinte. Si no se apuraba llegaría tarde. La peiné y, por supuesto, lloró cuando
le hice las trenzas que, por otro lado, me había pedido que le hiciera. Bajó
con Luis mientras yo le cambiaba los pañales a Paula, aunque la dejé en piyama
para no perder más tiempo.
En
la cocina María protestaba: nunca quiere desayunar y me da no sé qué que salga,
en pleno invierno, con la panza vacía. En mi taza, el té ya frío. Le calenté la
leche a Paula. María, por jugar con ella, frente a la taza llena y las agujas
corriendo. Luis, nervioso por la demora, empezó a retarla. Finalmente le puse
el delantal, instante funesto en que saltó el botón de la manga. Por suerte
hilo y aguja en la cocina. Salieron tarde.
Cuando
terminaba de llenarle el segundo jarrito a Paula, llego Felisa: me vuelve el
alma al cuerpo cuando la veo aparecer.
Subí
con Paula y me encontré a Federico haciendo fiaca en mi cama. Me recosté un
rato y Paula tras de mí. Ya se avivó: abre el segundo cajón de la mesa de luz,
lo usa de escalera y se zambulle orgullosísima. Jugamos un rato los tres hasta
que recordé que había quedado en ir a lo de Verónica.
Paula
se hizo caca y, con lo que sale cada pañal, tuve que cambiarla de nuevo,
mientras peleaba con Federico para que se sacara el piyama. Sin éxito. Como
todos los días, terminé vistiéndolo yo, fastidiada. Cuatro años y medio y es
incapaz de ponerse una media. Vago congénito. Se lavaron los dientes, momento
que aproveché para arreglarme.
Preparé
la leche para Federico y unas solicitadas tostadas con manteca, que también
Paula usufructuó. En cuanto vi el fondo de la taza huí, porque, entre pitos y
flautas, ya eran casi las diez, imposible salir temprano. Al buscar las llaves
descubrí, sobre la mesada, la carpeta de María. Por suerte dibujo en la última
hora. Subí al auto y se la alcancé, con gran alivio de su parte. Es increíble
cómo se aflige cuando no cumple con algo. (¿A
quién saldrá?)
Verónica
me convidó con café y torta casera y trabajamos tranquilas, sus nenas en el
colegio.
Llegué
justo a tiempo para buscar a María. La encontré de la mano de Alejandra.
Significado: otra pensionista. Como estaba con el auto llegamos antes a casa.
Menos mal, aún no había pensado qué almorzaríamos. Arroz con manteca y queso.
Gritos mediante (estaban en la terraza) conseguí que vinieran. Felisa se
compadeció de mí y bajó a Paula. Se sentaron. Reparé en las manos roñosas. Levantada
general y lavada general, empujándose frente a la pileta.
Comieron
bien, salvo Alejandra, que parece un pajarito, se nota que pertenece a otra
familia. Mientras los chicos comían esa bendición que son las bananas –ni se
pelan ni se cortan-, preparé el termo con jugo para Federico. Jueves: merienda
¨natural¨. Afortunadamente, todavía quedaban pasas de uva. 13.30. Sin tiempo
para mi religioso café subí a buscar a Fede que estaba de nuevo en la terraza y
armó gran escándalo para bajar a vestirse. Cambio completo, calzoncillo
incluido, porque se salpicó cuando hizo pis. No aparecía una de las zapatillas
nuevas que, por fin, encontré debajo de mi cama. Llamé a María para que también
ella se lavara los dientes. El delantal en el lavadero: subir otro piso. Busqué
un pañuelito y se lo puse en el bolsillo.
Cuando
ya estábamos dentro del coche me di cuenta de que la mochila no nos acompañaba.
Nuevamente abrir la puerta del auto y la de la calle. Llegamos cinco minutos
tarde, cosa que detesto profundamente aunque, como es rutina, todavía faltaba
la mitad de los chicos. Paula se quedó llorando porque no quise llevarla, caso
en el que los minutos hubieran sido diez.
Subí
hasta la sala de Federico y al ver a las nenas con vestido recordé el
cumpleaños de Clarita. Desesperación del gordo porque no tenía el regalo. Salí
corriendo. Encontré una librería abierta y le compré marcadores. Ahora de Fede
la cara de alivio cuando me vio llegar con el paquete.
Volví
a casa. Felisa intentaba lavar los platos con Paulita colgada de sus piernas.
La sustraje, la cambié y la acosté. Las chicas jugaban. Tomé, por fin, mi café
que Felisa, como siempre, ya me tenía preparado. Cuánto más rico es el café
servido por otro, una suerte de mimo. Llamé a las nenas que vinieron de mala
gana pero que hicieron, rápido y bien, las cinco cuentas reglamentarias.
Me
recluí en el escritorio para pasar a máquina el curriculum para el trabajo al que me recomendó el Dr. Giménez. En
el fondo espero que no salga. Igual falta mucho y siempre es tiempo para que
Paula crezca.
A
las tres teníamos una entrevista con la psicóloga del Jardín. Luis llegó a las
cuatro, cuando yo ya estaba bufando, dispuesta a que empezáramos sin esperarlo.
Nora nos comentó que últimamente no lo veían bien a Federico. Fue una charla
riquísima donde analizamos juntos diversas actitudes del gordo, en casa y en la
escuela. Federico siempre se distinguió por su gracia, por sus monerías; pocas
veces vi un bebé tan simpático. Pero él intentaba seguir utilizando los mismos
recursos con sus cuatro años cumplidos. Y cuando se enojaba con la maestra se
escondía debajo de la mesa en lugar de verbalizar sus dificultades. Nora nos
marcó eso al mismo tiempo que nos decía que el nivel de madurez de sus dibujos
superaba con creces al de su edad (¿Lo
habrá dicho para dejarnos contentos?). También comentó que, aunque no lo
tenía muy claro, había algo de su aspecto físico que lo diferenciaba de
sus compañeros. Luis marcó, aprovechando la oportunidad para echármelo en cara,
que quizá fuera que siempre estaba demasiado impecable (al llegar porque lo
retiro tan roñoso como cualquiera). Llegamos a la conclusión de que es el único
varón que sigue conservando su frondoso flequillo. Los otros ya optaron por los
nuevos cortes en vigencia. A partir de allí surgieron una y más puntas. Le
comentamos la atmósfera general de juego con que nos movemos en casa. Hace años
que él es para nosotros, además del Pepo, ¨el gatito Carlitos¨, que se dedica interminablemente,
a hacer mimos a sus papás gatos. Seguimos profundizando. Mi contacto con Fede
es sobre todo corporal, a diferencia de lo que me sucede con María, que, desde
muy chiquita, tuvo notable facilidad para verbalizar sus emociones. El segundo
día de adaptación al Jardín se paró delante de mí y dijo agarrándose el cuello:
Mamá, vamos a casa, estoy mal. Fede,
en las mismas circunstancias, se refugiaba en mis brazos.
Yo
hablaba, Luis hablaba, Nora hablaba y mientras tanto se me iba haciendo un
agujero por dentro, tenía que empezar a dedicar energías para evitar las
lágrimas. El profundo dolor de descubrir que lo había disfrutado tanto de bebé
que quería seguir manteniéndolo así. Al mismo tiempo, la decisión de revertir
mi actitud y, entonces, el dolor de saber que, de alguna manera, perdería a mi
Pepo.
Nora
le aconsejó a Luis que tratara de establecer un vínculo exclusivo con él (como
si fuera tan fácil con las dos hermanas en constante lucha por seducir a su
padre) entre tantas mujeres, incluida Felisa y las abuelas.
Y
más elementos. Nos comentó que aunque él no parecía sentirse cómodo
grupalmente, situación que intentaba paliar haciéndose el ¨bebé¨, tenía
excelentes relaciones individuales con los chicos. Le conté de nuestras propias
inhibiciones. Hizo una observación que me pareció muy sabia: Eso no me aflige; el mundo está lleno de
gente que sabe brillar en grupo pero que es absolutamente incapaz de
relacionarse en profundidad con otro ser humano. Sentí que bien valía la
¨fortuna¨ invertida en el Jardín de nuestros hijos. La bronca (o la
desesperación) cada vez que llegan los aranceles, siempre incrementados. Mi
hijo era para ellos un individuo del que se sentían responsables. Recordé el
trabajo hecho con María, que entró como un ciervito, prontas las lágrimas ante
el menor empujón, el mínimo rechazo, que salió, por supuesto no transformada en
su timidez que es ella misma, segura de sí, sin ninguna dificultad para
relacionarse con otros chicos. En una reunión de padres comentaron que la
función fundamental del preescolar no era introducirlos en la lectoescritura,
sino prepararlos para las nuevas situaciones a enfrentar, los nuevos contactos,
las nuevas exigencias, los posibles fracasos. Doy fe que, al menos con nuestra
hija, cumplieron su objetivo.
Salí
destruida, sintiendo que acababan de robarme a mi hijo. Nos despedimos de él
(que empezó a retozar como un cabrito cuando nos vio) porque se iba para el
cumpleaños. Luis volvió a su trabajo y yo a casa. La vida continuaba.
Mientras
hacía la merienda se despertó Paula. La encontré muy contenta en su cuna,
estado anímico que se modificó cuando intenté cambiarle los pañales.
Tomaron
la leche (una cucharada de Nesquik para Paula, dos para María, té para
Alejandra) y comieron medialunas sacadas del freezer y horneadas, aunque María
protestó porque no tenían queso ni yo ganas de ponérselo.
Después
Paula se transformó en mi sombra. Y hoy reclamó más upa que de costumbre, en
desmedro de mi columna, que empieza a mostrar síntomas de haber soportado tres embarazos,
de cargar permanentemente un bebé. Traté de guardar la ropa planchada en los
fugaces ratos en que la gorda accedía a ser depositada en el suelo.
Siendo
las siete recordé el cumpleaños. Ale todavía en casa pero Felisa ya no. Arrié,
en consecuencia, a las tres nenas y dejé una notita en la puerta por si venían
en nuestra ausencia.
Llegamos
para la piñata en la cual, rápidas como ardillas, las niñas se colaron. Paula
salió a los gritos porque no había bolsita para ella; María, de mejor humor
porque consiguió, en su calidad de hermana, un globo que se pinchó en el auto.
El de Federico duró hasta llegar a casa donde, casualmente, María lo pisó.
Gritos y tirones de pelos.
La
notita no estaba. Junté coraje y monté a todos en el auto (no sé qué sería mi vida sin
él) y alcancé a Alejandra hasta su casa.
Regresamos
ocho menos cuarto, atrasadísima dada la eterna madrugada de María. La
primogénita se fue a bañar de mala gana y Federico y Paula se dedicaron a
correrse alrededor de la cocina mientras yo (controlando mis impulsos filicidas), intentaba preparar la cena.
Cuando mis nervios estaban a punto de estallar escuché el silbido de Luis, que
llegó justo a tiempo para ponerle hielo al chichón de Paula. Cuando juegan a lo
bruto, descontado que alguno termina magullado, pese a mis advertencias que ellos desestiman.
María
empezó a reclamar a su padre. Como loca cuando vio que sus hermanos estaban
ganando la pulseada. Finalmente consiguió que subiera (es infernal puesta a
gritar) y yo me quedé en la cocina con Paula llorando a mares ¡Papá!, ¡papá!, como si se hubiera ido
al África.
Durante
la cena María se peleó con su hermano porque este se resistía a devolverle ¨su¨
cuchillo. Terminamos sacándoles idénticos cuchillos y cortándoles a ambos la
carne, que Federico apenas probó, atiborrado de torta y caramelos. Paula
luchaba con su pata de pollo, al margen del conflicto. Le pedí a María que
fuera a acostarse porque eran cerca de las diez. Puso como condición que sus
hermanos la imitaran. Tuve que subir con los tres.
Les
alcancé los cepillos de dientes y acompañé a María a su cama, sin cuento dada
la hora. Llené la bañadera y empecé a correrla a Paulita que hoy no tenía ganas
de bañarse pese a su estado deplorable. Conseguí, después de bastante lucha,
meter a los dos en el agua. Decidí obviar la lavada de cabeza porque no tenía
ánimo para escuchar más gritos. Por supuesto, protestaron para salir y para
vestirse. Con mis últimas fuerzas logré introducirlos en sus respectivos lechos
y bajé, sorda a los reclamos de cuentos y agua.
Luis
ya había terminado de lavar los platos. Compartimos un café y pudimos cruzar
las primeras palabras de este jueves. Nos quedamos charlando como una hora.
Sobre la mesa de la cocina escribí estas líneas. Ya es de madrugada.
Primer
día. Movidito para comenzar.
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