viernes, 31 de octubre de 2014

14

Martes 5
Arroz con menudos/ Gelatina
Pollo al horno con papas/Manzana
Termina otro día de mi vida de esos que nunca deberían haber escapado del baúl de los minutos perdidos. Ni quiero acordarme: lavar, planchar y, lo peor de todo, limpiar. Porque, además, sé que lo hago mal. Barro y el piso queda lleno de migas; si intento lavarlo, queda sumergido en detergente que nunca logro terminar de enjuagar. Ayer me encontré baldeando el bañito de abajo. Quedé desconcertada por la dirección de la pendiente, momento en el que tomé conciencia de que en los siete años que vivo en esta casa, nunca me tocó limpiarlo, Debo reconocer que he sido una mujer afortunada, más vale que no me queje. Cada vez estoy más convencida de que nada es fácil de hacer, todo requiere oficio. Y aunque no pueda medirse conmigo haciendo números, no tengo la menor duda de que Felisa me da vuelta y media en las tareas hogareñas. Además, de eterno buen humor, hasta parece que disfrutara de su trabajo. Influirá, también, la absoluta libertad que le he concedido, la total falta de críticas, el reconocimiento a cada pantalón bien planchado. Después de días en que la odio por el abandono al que me ha sometido, por el uso que ha hecho de su libertad sin siquiera comunicármelo, va con estas líneas mi reconocimiento por su importante contribución a mi felicidad. Y no lo digo en broma.
En estos días he estado tan sumergida en las labores domésticas que ni fuerzas me han quedado para pelearme con los chicos. Se han portado razonablemente bien y Paula, sobre todo, está mucho más independiente. ¿Será que han notado que mi libido está depositada en otra parte? O, hablando en castizo, que el horno no está para bollos. Pero estuvo para pollos, acabo de recordar que no limpié la asadera. Mañana será otro día.
Recién me llamó Marisa, preocupada: Leandro tiene fiebre. La primera. Cada vez que hablo con ella quedo atrapada por la nostalgia. Nostalgia de la adolescencia de mi maternidad. La escucho hablar de su bebé y parece que acabara de inventar el oficio de ser madre. ¡Yo también era así!

Concluyo. Luis subió recién con el tradicional café. ¿Qué sería de mi vida si no lo tuviera al lado para superar juntos los buenos y los malos trances? Sí, evidentemente soy una mujer afortunada pese a las quejas que no dejo de proferir. Es que siempre queremos más. Y las pretensiones avanzan palmo a palmo con los logros. Deberíamos ejercitarnos en el oficio de disfrutar de lo que tenemos.

miércoles, 29 de octubre de 2014

13

Lunes 4
Carne al horno con ensalada de chauchas/Manzana
Tortilla de acelga con bastoncitos de pescado/Duraznos en almíbar
Sin novedades de Felisa. Siguen las tareas domésticas para las cuales, evidentemente, no he nacido. ¿Hay alguien que nace para ellas o se ejecutan porque no hay otra opción? Tal vez haya un tiempo para todo. Etapas.
Cuando María cumplió tres meses me fui llorando de casa dejándosela a Sonia (el ser humano a quien más irracional envidia le tenía por poder disfrutar de mi beba a su antojo). Todo el tiempo un agujero dentro de mí. Viniendo al mediodía para darle la teta. Ni una mamadera en su historia. Imprescindible para mí sentir que yo era imprescindible para ella, aunque fuera como fuente nutricia. Un dolor cada mañana al irme. Un placer el regreso de los viernes: un fin de semana por delante para gozarla.
Cuando se sumó Federico las cosas se complicaron aún más. Mi regreso al mediodía no involucraba solo la teta del gordo sino también el almuerzo de María. Yo mordisqueaba una manzana cuando me quedaba alguna mano libre. La cambiada de pañales a ambos que, por supuesto, consideraba indispensable hacer yo. Cuanto menos los tocaran manos ¨extrañas¨, mejor. Y a las 13.45 debía de estar de regreso para el seminario. Recuerdo un día que a las 13.47 entré a la Clínica llorando. Me juré que nunca más tendría un bebé en esas condiciones.
Una tarde empezó la pesadilla: María diciéndole pendejo a su hermano. Creciendo la sospecha de que Sonia era la responsable. Empezó a repetirse la situación de llegar y encontrarme al gordo llorando, desgañitado, en su cuna. Es que era imposible hacer algo con Federico despierto. Requería continuamente que se lo movilizara, que se lo entretuviera. Sonia superada, las tareas domésticas además de los dos chicos, todo con diecisiete años. Me planteé dejar un grabador, pero, en realidad, ya sabía. La enfrenté. Lloró y negó. Le dije que se ocupara solo de María, su preferida, que mamá se haría cargo de Federico. La situación fue aliviándose. En unos meses Felisa, que en esa época solo venía a planchar una vez por semana, reemplazó a su hija. Felisa siempre lo amó al gordo, que le recordaba a su primogénito. Cuando volví del sanatorio, casi me arrebató a Fede de los brazos: Llegó el patroncito. Empecé a irme más tranquila dejándole los chicos a ella, madre siete veces, que a su hija adolescente y ciclotímica. Aunque también buenísima pese al episodio con el nene. Yo solía decirle: no es grave que tengas ganas de tirarlo por la ventana, lo grave es que lo tires, después de prestarle libros varios sobre la crianza de niños que, acabo de descubrir, nunca me devolvió.
La crisis se desató en mí, terapia por medio (perdón, Ana María, lamento no haberla conocido antes). ¿Mis hijos o mi profesión? Enfrenté a Giménez y le planteé que estaba pensando en abandonar la investigación: la situación con los chicos era insostenible. No podía creerme. Había cifrado sus esperanzas en mí después de tres becarias (Verónica incluida) que se habían ido del laboratorio, niños mediante. Le había prometido (me había prometido) que yo sí iba a poder. Conseguí que me permitiera redactar la tesis en casa, así como antes toleró la restricción de mi horario laboral. Y, ¡qué placer ese año! Uno de los más lindos de mi vida. Trabajando en casa, refugiada en mi escritorio pero absolutamente disponible para los chicos. Para acostarlos y levantarlos de la siesta, para vestirlos, para darles de comer, para ponerles hielo en los chichones, para llevar y traer a María del flamante Jardín. Disfrutando también del trabajo, redescubriendo el placer de moverme entre libros y papeles, harta ya de tubos y vidrio. El equilibrio justo entre mis hijos y mi intelecto. ¡Encima me pagaban! Pero no duró demasiado. Me doctoré y casi enseguida nació Paula. Decidí renunciar definitivamente a la ciencia. Cómo gocé de la lactancia de Paula. Sin horarios, sin restricciones. Sin tratar de amaestrarla para que a los tres meses comiera cada cuatro horas, lapso mínimo indispensable para que yo pudiera trabajar sin acudir a las detestadas (¿o temidas?) mamaderas. Hasta que empezó a pesarme la inactividad intelectual. Yo era en función de los demás. Y si antes hubiera dado un brazo por estar siete días por semana en casa, siento que ahora daría otro para salir uno, desentendiéndome de todos y de todo. La necesidad de estar sola. Los chicos acostumbrados a tenerme a su entera disposición, siempre al acecho, reclamándome, demandándome. Veremos si el nuevo trabajo con Verónica me demuestra que no es del todo imposible congeniar mis distintas áreas. Aunque me temo que la ausencia de Felisa va a hacer que termine antes de haber comenzado realmente.
Y si como madre a veces puedo llegar a asfixiarme, es mi decisión y me hago cargo de ella. A lo que no me resigno es a las tareas domésticas. Esta desaparición de Felisa ha logrado turbar mis facultades mentales. En cada piso que barro siento que estoy perdiendo instantes de mi vida que nadie me devolverá. Con los chicos es distinto: pueden, hartarme, enfurecerme, pero jamás siento con ellos que es tiempo mío perdido. Es invertido.

Mejor termino mis disquisiciones porque Paula va a despertarse de la siesta y los platos siguen en la pileta y en el piso restos de litro de aceite que la gurrumina volcó. Subordinación y valor.

lunes, 27 de octubre de 2014

12

Domingo 3
Ravioles con tuco/Helado
Revuelto de zapalltos/Banana
Creo que el momento más feo de la semana es la noche del domingo. O sea, este. Como soy muy disciplinada me obligo a tomar la lapicera pero con claras intenciones de dejarla rápidamente.
Síntesis: buen domingo pese a los lógicos avatares de constituir una familia casi numerosa. Vinieron a almorzar Susana y Genaro con los chicos y la pasamos muy bien, a pesar del caos resultante. Seis es mucho más que el doble de tres. Pero siempre es reconfortante reunirse con gente que comparte los mismos problemas.
¡Y qué tanto! Hoy no tengo ganas de escribir y no voy a escribir. Rebelión. Al fin de cuentas, algo se aprende de los hijos.

Me olvidaba (¿o preferí olvidarme?) de un detalle. Estaba preparando la cena cuando un curioso sonido desde el living me distrajo del revuelto de zapallitos. Resumo: la bañadera tapada, la canilla abierta, los chicos jugando en su cuarto y ríos de agua bajando por la escalera. Por si fuera poco, Luis retándome. ¿Dije que fue un buen domingo?

viernes, 24 de octubre de 2014

11

Sábado 2
Bifes a la criolla/Peras al natural
Rodajas de zapallo a la napolitana/Yogur
Me resisto a contar mi día. Es como contar de nuevo el de ayer a pesar de que hoy me ahorré los transportes escolares. Pero no estuve nerviosa, estuve triste. Triste de sentir que todas las actividades que estaba desarrollando con los chicos me sabían a obligación.
Recuerdo cuando bañar a María formaba parte de mis gratificaciones diarias. El placer de verla chapotear, sin importarme las inundaciones; de cantarle mientras jugaba. Aunque también me llegan otras imágenes: Luis en Caracas a los cuatro meses de Paulita. María y Fede en la bañadera. Yo llenando el catre con una mano  mientras sostenía a Paula con la otra, siempre de malhumor a esa hora. Si la depositaba se ponía a llorar y todo era un fracaso: el baño, la mamada, la dormida. La manguera que fatalmente se me escapaba. Con la toalla entre los dientes, trataba de sacar a la beba del agua y bajar, al mismo tiempo, la tapa del catre, justo en el momento en que a María se le ocurría salir o a Federico le había entrado jabón en los ojos. Lloré de impotencia más de una vez. Ahora los tres en la bañera, divirtiéndose juntos pese al despiole resultante. La permanente sensación de estar arriándolos. Difícil terminar sin retar a alguno.
También los cuentos. Transformados en una obligación después de muchos años en que fueron un placer compartido.
Los disfruté a los tres, ¿por qué ahora no puedo disfrutarlos?, ¿en qué instante se rompió algo dentro de mí? No logro comprenderme. Los deseé desesperadamente. Todavía por momentos me asaltan las ganas del cuarto. Entonces, ¿qué es lo que pasa?, ¿o les pasa a todas las mujeres y no lo confiesan, no se animan a confesarlo? Algunas. Susana reconociendo que no debería haber tenido tres hijos, dudando de su vocación de madre; Gloria admitiendo que empezó a disfrutar de los suyos cuando la menor tenía nueve años; Claudia preguntándome, al comentarle que buscaría un tercero ¿para qué?, abrumada por los once meses de diferencia entre sus nenas; Carmen declarando, cuando Eric era un bebé, que jamás tendría otro hijo; Raquel jurando (y cumpliéndolo) renunciar a los niños en aras de su carrera; mi prima agotada con sus cuatro; Verónica, que me sorprendía por su calma, empezando a impacientarse con las nenas. Pero también Alicia sosteniendo que sus tres varones no se pelean, que no le dan trabajo; Evi disfrutando de su unigénito que le pide insistentemente un hermano, sumiéndola en la culpa; Marisa todavía en franco idilio con su bebé, mirándome con extrañeza cuando le cuento mis dramas familiares. ¿Quién tiene razón?, ¿quién es la dueña de la verdad?
Crecí planeando cuántos hijos tendría. Recuerdo una lista con treinta (a fuerza de mellizos y cuatrillizos) con sus respectivas fechas de nacimiento, programadas en el tiempo. Los planos de la casa; fotos de todos los ambientes sacadas de revistas de decoración compradas exprofeso; ropa recortada para cada uno de figurines infantiles; planillas de horarios de las actividades escolares y extraescolares. Decidiendo a través  de los dados el sexo del eterno futuro hijo. Consultando a continuación las listas de nombres extraídas de diversos libros y revistas. Y, por si fuera poco, además de atenderlos siempre con una sonrisa, yo era arquitecta y ejercía. Qué fácil era todo. ¿Qué edad tendría?, ¿quince? Duró un par de años el juego. Como una segunda vida prolijamente oculta de todos, circunstanciales novios inclusive. De mamá que no entendía cómo llenaba mis horas, qué recortaba, qué escondía cuando ella abría la puerta de improviso.
Ahora son solo tres y, a pesar de que todavía me parece chica mi familia, mis fuerzas se desmoronan. Es que con esos treinta hijos de papel jamás tenía problemas porque había sabido educarlos. Parece que con los reales no tuve tanto éxito porque son tres cirujas, viven peleando, rezongando. Creo que es casi una estafa a mis sueños. Me expulsaron del paraíso. No me resigno a haberme convertido en una mamá gritona. Yo no tenía que ser así.
Por otro lado, no puedo pretender que mis hijos sean tranquilos si desde que estaban en la panza no paré un minuto. Me recuerdo con Fede de un mes, metiendo el moisés en el auto por tercera vez en el día, Felisa diciendo: con este entrenamiento si le sale abombado, devuélvalo. Y no hizo falta porque a los seis meses gateaba, caminaba a los diez. Un cohete, un remolino de vida. Pero hay que seguirle el tren, María es más tranquila aunque más malhumorada; Paula en vías de ser otro Federiquito. A veces me digo que tendríamos que darles menos de comer, quizá disminuirían sus energías.
Sin embargo, me siento identificada con ellos. No nacieron de brote, son mis hijos. Yo tampoco soporto estarme quieta, mientras estoy haciendo algo, planeo lo que haré en el minuto posterior. No obstante, se parecen a mí de adulta, no a la nena que fui. No puedo entenderlos cuando defienden sus derechos, porque yo no me animaba a pedir algo dos veces para no molestar. Recuerdo que Diana me contaba que la madre la corría alrededor de la mesa para pegarle. No me cabía en la cabeza. Si mi mamá me llamaba (y nunca me pegó), yo iba, no me permitía a mí misma dejar de ir. Y yo, que no corrí como hija, corro como madre. Faltándome la impronta. Volviendo entonces la sensación de estafa. Si fui santa de niña, la lógica indicaría que santos mis niños tendrían que ser. Pero no lo son. Tres diablos con patas, tres máquinas de hacer lío. Quizás es herencia paterna, pues según cuenta mi suegra, Luis le dio bastante trabajo. Solo María retiene ciertas características de mi infancia, porque es incapaz de desobedecer abiertamente pese a sus interminables rezongos. Pero los dos menores, anarquistas.

Y yo defiendo a capa y espada mis incorruptibles normas, que descubro a veces con fastidio, son las mismas que esgrimía mamá. Esas normas que yo acataba sin cuestionamientos, siempre haciendo méritos para ser querida, siempre preocupada por agradar. Parece que mis hijos no dudan de mi amor, de nuestro amor, por eso se dan el lujo de portarse tan mal como se les canta. Ya han comprobado que pese a lo que hagan, a lo que digan, a lo que rompan, los seguimos queriendo, pese también a los gritos, a un ocasional chirlo. Mirándolo desde ese punto de vista sus diabluras tendrían que tranquilizarme. ¿Por qué será que me ponen tan nerviosa?

martes, 21 de octubre de 2014

10

Viernes 1
Empanadas de choclo/Duraznos en almíbar
Fideos con manteca, queso y jamón/Postre de vainilla
Me costó un perú levantarla a Maria, tanto que Paula también se despertó. La cambié y desayunamos los cuatro. Cuando terminaba de tender mi cama apareció Federico. Otra vez bajar a darle la leche. Paula quiso repetir el desayuno. Yo intentando que se apuraran.
Hice la cama de los chicos y subí al lavadero con Paula a la rastra. Planché con la gorda colgada de mis piernas. Miré el reloj: 11.45. Bajé corriendo. Fede todavía en piyama pese a la ropa preparada. Lo vestí sin demasiada delicadeza y salimos. El nene protestando porque lo obligué a caminar rápido.
Accedí a que Alejandra viniera a almorzar. Saqué empanadas del freezer, desconociendo su relleno (no tengo paciencia para poner etiquetas). Cuando mordí la primera me alivié: choclo. Menos mal, Alejandra detesta la verdura.
La comida fue un aquelarre. El teléfono sonó cinco veces mientras los chicos reclamaban soda, otra empanada, un tenedor. Además, como todos los santos martes y viernes desde hace siete años, vino el sifonero. Pobre hombre, es un encanto (hasta llevó a los chicos a dar una vuelta en el camión) pero cuando escucho su timbre, infaltablemente a la hora del almuerzo, no puedo dejar de maldecirlo. Más de una vez tuve que ir a abrirle la puerta con alguno colgado de la teta. Por supuesto, todos se levantaron de la mesa para saludarlo.
Después de dejar a Fede en el Jardín, con las tres nenas en el auto, pasé a buscarla a Verónica. Paula, extrañamente insomne. Les pedí a las chicas que jugaran con ella pero al rato la trajeron porque les rompía las construcciones con el Lego. Traté de seguir con Paula en brazos quien, finalmente, volcó el café sobre los papeles.  A pesar de que no la reté, mis nervios de punta. Verónica intentando entretenerla. ¿Cuántos días me esperan de no poder ir ni hasta la esquina?, ¿cuántos de lavar, planchar, hacer la comida y limpiar tamaña casa?
Otra vez cargar a las tres (las chicas se resistían a dejar sus juegos) para buscarlo a Federico. Lo encontré decidido a traer a Romina a casa. Quise disuadirlo pero con poco éxito dada la presencia de Alejandra. Volví con los cinco.
María y Ale fueron a comprar leche extra y facturas. Trajeron solo tres con dulce de leche. Drama en puerta. Opté por cortarlas, salomónicamente, por la mitad.
A las seis la vinieron a buscar a Ale, hora desde la cual María se empecinó en molestar a su hermano y compañía. Subí a mi escritorio a tipiar el informe, con Paula, por supuesto, que se dedicó a dibujar pero se cayó de la silla mientras lo intentaba. Llanto copioso. Las protestas de María porque no la dejaban jugar. La ropa esperando ser colgada. Mi cabeza a punto de estallar.
Terminé de escribir con Paula en la falda que a toda costa trataba de tocar las teclas, consiguiéndolo en varias oportunidades.
María y Paula a la bañadera. La mamá de Romina sin aparecer. Me asomé al cuarto del nene: mi costurero vacío y en el piso botones, hilos, alfileres, agujas. Cuál habrá sido mi cara que Romina empezó a juntar las cosas antes de que yo pronunciara una sola palabra. No así Federico. Pero ya no tenía fuerzas para pelearme con él.
Luis llegó con pocas pulgas porque no le aceptaron el presupuesto. Su malhumor no contribuyó a serenar mi ánimo, a pesar de que, enojado y todo, se ocupó de la gorda mientras yo hervía unos fideos. A las ocho y media nos sentamos a comer, Romina incluida. Diez minutos después apareció la mamá, disculpándose por la tardanza: la cena interrumpida y definitivamente embarullada.
Luis se quedó lavando los platos. Acosté a las nenas y guardé la ropa planchada en los cajones, mientras Fede chapoteaba. El baño, roñoso: mañana tendré que ocuparme de él. Ya no da para más.

Escribo en la cama mientras Luis se ducha. Me abruma pensar en mañana. No quiero hacer todo lo que sé que tendré que hacer. Necesito unos minutos para mí. En realidad, estos, mientras escribo, son los únicos que me pertenecen. No nací para ama de casa. Tampoco para científica, eso es cierto. Entonces, ¿para qué?

lunes, 20 de octubre de 2014

9

Jueves 31
Salchichas con tortilla de papa/Yogur
Milanesa con puré/Mandarina
Empecé muy mal el día. Y me temo que no se limitará al de hoy.
A las cinco de la mañana, teléfono: la hermana de Felisa desde Corrientes. Murió el padre. Llegó a las nueve y me tocó a mí darle la noticia. Mientras me cambiaba me comunicó, escalera mediante, que iba a ver si conseguía pasaje. Le dije que sacara dinero de la cajita. Por más que me apuré, cuando bajé ya se había ido. No alcancé a abrazarla.
Cambio de planes total. A las diez y media tenía hora con la dermatóloga. Llamé a mamá que irrumpió, casi al instante, como un bombero. Desperté a Federico y a Paula para dejárselos vestidos y desayunados. Aunque, por supuesto, llegué tarde, tuve que esperar más de media hora para que me atendiera. Lo del párpado es una verruga. Me preguntó si quería sacármela, aunque no era urgente, ni siquiera imprescindible, motivos estéticos mediante. Sin pensarlo demasiado (además se me hacía tarde para ir a buscar a la nena) asentí, pese a mi conocida posición antiintervencionista. Fecha para el próximo jueves, ¿qué será de mi vida para ese entonces?
Llegué en hora pero María se enojó porque, debido al cumpleaños de Francisco, no la dejé invitar a Alejandra a casa.
Me encontré con una madre que, a pesar de su cara de moribunda, sostenía que los chicos se habían portado bien. Calenté la tortilla sobrante de ayer y herví unas salchichas. Comieron bien, pero María y Federico terminaron peleándose porque ambos querían el único yogur de frutilla. Transaron, finalmente, en compartirlo. Paula solo comió una mitad (de vainilla, por supuesto, todavía no entra en esas disputas) porque en la otra aterrizó un avioncito, a la sazón piloteado por su hermano. Gritos varios. Yo intentando lavar los platos con el conflicto de fondo.
Recordé que el delantal de Federico estaba en la soga. Subí al lavadero a toda marcha, lo sequé con la plancha y bajé deprimidísima luego de toparme con sendas pilas de ropa para lavar y planchar.
Teléfono: Francisco con 40. El cumpleaños postergado. Por suerte: los vestiditos arrugados, el regalo sin comprar. En ese instante no pensé en la otra familia (recuerdo el cumple de Federico suspendido por la varicela, el desconsuelo del gordo atormentado por la picazón, papá, si me querés, rascame) sino solo en la mía. Más que en mi familia, en mí.
Aunque había quedado en encontrarme con Verónica después de almorzar, anulé la cita por no dejarle otra vez los chicos a mamá. La alcancé hasta su casa (su artrosis la tiene a mal traer, le cuesta caminar) y lo llevé a Fede al Jardín. Cada vez subir y bajar a los tres, protestando, empujándose. Mi apuro.
Hice las camas y acosté a Paulita. María se quedó armando rompecabezas. Me dediqué a la ropa. Cuando me quise acordar eran las cinco menos veinte. Desperté a Paula, la cambié (contra su férrea voluntad) y salimos.
Federico (me había olvidado de que ahora sí podía ir al cumpleaños de Diego) contentísimo con el cambio de programa. Por suerte le había mandado el regalito.
Le di la leche a las nenas y reparé en que no había nada para cenar. De nuevo las cargué en el auto y fuimos al supermercado. María protestando porque la arranqué de la tele. Paula chocha ante la posibilidad de tocar todo.
Mientras estaba pagando, Paula desapareció. María llorando. Tardé interminables minutos en encontrarla junto a la góndola de las golosinas, comiendo caramelos de lo más feliz.
Todavía temblando fui a buscar a Federico. Cuando me vio, amenazó con pataleta. Siempre es temprano para él, pese a que las velitas, condición indispensable para retirarse de un cumple, ya habían sido sopladas. Lo tuve que sacar a la rastra. Los tres enchastrados con torta de chocolate. En consecuencia, chocolate en mi pantalón.
Por suerte en casa nos esperaba Luis, que se encargó del baño general. Antes de llegar arriba él también estaba contaminado por el chocolate. A veces parece que midiera mi alegría por su presencia solo en función del trabajo que me alivia. Pero ambos sabemos que no es así. Hice puré,  solicitado por Federico, y milanesas, imploradas por María. Y si hay algo que detesto cocinar es milanesas. La cocina llena de pan rallado. En fin, todo sea por darles el gusto.
Desde arriba los gritos de Luis: Fede había roto el despertador. Cuanto agarra, desarma. Bajaron lavados y planchados y comimos (milanesas con puré) en completa armonía. Luis los acostó mientras yo lavaba los platos y pasaba la escoba. Bajó y, recuperados como pareja, compartimos un café.

Ya me bañé y estoy en la cama. Todavía no puedo hacerme a la idea de que Felisa no vendrá por unos cuantos días.

viernes, 17 de octubre de 2014

8

Miércoles 30
Costillitas de cerdo con papa natural/Gelatina
Tortilla de papa con ensalada de zanahoria/Manzana
Todavía durándome el recuerdo de anoche, me levanté con el firme propósito de ser una madre tolerante.
Ya en la esquina, María se acordó de que no llevaba el material para Artesanal. Corolario: subí los dos pisos a los tiros y cacé al vuelo retazos y botones mientras Luis gritaba porque se hacía tarde  y María lloraba porque Luis gritaba. Los despedí y me dispuse a leer el diario, pero tamaño griterío despertó a los otros dos pensionistas. Paula y la lucha para cambiarle los pañales; Federico y la lucha para que se lavara los dientes.
Bajamos y tomaron la leche contentísimos. Es un plato como Paula repite todo cuanto dice su hermano y los fulminantes ataques de ternura que esto provoca en él.
Felisa llegó temprano y aproveché para ir a lo de Verónica a seguir trabajando. Cuando me quise acordar eran las doce. Salí corriendo y llegué justo a tiempo, agitada. Pese a mi apurón, María resolvió ir a comer a casa de Alejandra.
Almorzamos en paz. Se nota cuando falta alguno: individualmente suelen ser un encanto. El problema es cuando están juntos (solo el 95% del tiempo) y luchan por ser la estrella de a película. Idilio entre Paula y Fede. Si María los hubiera visto la internan. Para no entrar en conflicto con mi hijo, resolví pasarle un trapo por las zapatillas y otro por los pitucones. Él, chocho de ahorrarse la sagrada cambiada. Muchas veces me cuestioné mi obsesión por la ropa de los chicos, la necesidad de que salgan impecables para la escuela. Tal vez se remonte a mis zapatos sin lustrar, el ruedo del delantal descosido, las uñas sucias. Soy capaz de subir dos pisos corriendo para que no les falte el pañuelito en el bolsillo. (¨¿Piensa que sus chicos se afligirían mucho si les faltara el pañuelo?, es a usted a quien le faltó¨, me hizo reflexionar una tal Ana María). Por las dudas sigo verificando diariamente su presencia. Me tranquiliza.
Llevé a Fede al Jardín con Paula. Después la acompañante no quiso abandonar el tobogán y la tuve que retirar, llorando a los gritos y a la rastra, ante las maestras que intentaban serenar los ánimos. En el coche me pidió que encendiera la radio y, muy contenta, se puso a bailar. La gracia en dos patas, imposible seguir enojada con ella.
Llegamos, la cambié y la acosté, cuentito mediante.
Carmen al teléfono. Eric internado: le detectaron diabetes. Desesperados. Una bomba de tiempo para toda la vida.
Corté angustiada. En un instante revaloricé mi presente. Los tres críos sanos como lechones. Y, a pesar de ello, mi sensación de tener que estar siempre alerta. Ante la menor pavada me alarmo. El fastidio de Luis que me tilda de exagerada. Demasiado pesada la historia de Andresito. Cuántas miles de veces me la habrá contado mamá. Me veo en el cementerio, todavía analfabeta, pidiéndole a Claudia que me descifrara las lápidas. Inventándonos historias para cada tumba, para cada muerte. Mamá repitiéndonos hasta el cansancio lo hermoso que había sido, lo inteligente. El médico que equivocó el diagnóstico. Y después mamá llevándolo muerto en un taxi para evitar la autopsia. Pero entonces ese era un cuento más entre los que solía contarme. La historia resucitó cuando María repitió los síntomas, a los pocos días de enterarme del embarazo de Federico (¿coincidencia?). Falso crup. Mi alarma pese a la tranquilidad que Montes intentaba transmitirme; la desesperación de mamá. Las horas haciéndole baños de vapor. Mis náuseas. Recuerdo el amor con que lo soporté, la infinita paciencia con que le leía un cuento tras otro para entretenerla. Días. ¿Adónde se fue mi tolerancia? Los benditos baños de vapor, infaltable remedio decretado por Montes ante cualquier resfrío, cualquier tos. Casi siempre de madrugada, para colmo. Recién ahora entiendo el fastidio con que mi prima relataba los dichosos baños, fastidio que no pude perdonarle antes de mi tercer hijo. Qué fácil era juzgarla cuando yo era una adolescente convencida de que sería una madre perfecta. En fin. Sigo con mis deberes.
Dejé a Paula dormida y fui a encargar las plantillas para Federico. Un disparate lo que salen. Encima, la lucha posterior para que se las ponga. De nuevo con la lengua afuera llegué a buscarlo. Vino a casa con Santiago, el más diablo.
Paula ya se había despertado y Felisa la había vestido: pantalón marrón, buzo azul, medias rojas. Parece que lo hiciera a propósito. Les di a los tres la merienda y, pretextando un elástico roto, para no herir susceptibilidades, la cambié. Fui entonces con ella a buscar a María mientras los chicos se quedaban con Felisa.
Al entrar al cuarto casi me infarto: habían sacado todo. Cuando había logrado que empezaran a ordenar llegó la mamá de Santiago. La convidé con un café. Me contó de los problemas del nene con la caca. Retiene durante una semana y cuando ya no puede más le agarra el ataque porque, por supuesto, sabe que le va a doler. Le comenté lo padecido con María. Creo que fue el primer quiebre de nuestra relación. El segundo, en realidad. El primero una tarde que volví del trabajo, como siempre a los apurones, y no quiso venir conmigo, prefiriendo los brazos de Felisa. Tendría poco más de un año. Me tiré en la cama a llorar. Llorando me encontró Luis cuando llegó a casa. Resolvió que cenaríamos afuera. María en la sillita alta. Yo con tanto rencor que ni quería mirarla, pese a los intentos reparadores de Luis. No era el centro de su universo. Sentí que carecía de sentido ese año a las corridas para no faltar jamás a un almuerzo, a una merienda. Los conflictos con Giménez  en la Clínica hasta que no tuvo más remedio que aceptar, él, tan estricto al respecto, mi nuevo horario. Demasiados sacrificios. No pude perdonarle su indiferencia. Yo tan nena como ella.
Sigo (las disgresiones también forman parte del trabajo, ¿no?).
Sigo. Segundo quiebre: la constipación de María desde el año y medio a los tres. La veo agachada, agarrándose la cola, todavía con pañales, para tratar de retener la caca. Los consejos de Montes. Mi obediente paciencia que al quinto día era desplazada por mi ansiedad. Mi miedo. Entonces la sentaba en la pelela. María a los gritos; yo, sujetándola. Y el episodio eclipsado hasta la próxima semana. Su única rebeldía porque hasta ese momento ella había sido un dulce total. Pero un buen día me  superó y le dije, tranquila, que si no quería hacer caca nunca más en la vida, no hiciera. Escándalo fenomenal. Me encerré en mi cuarto para no escucharla. Terminó yendo por primera vez sola al baño y asunto definitivamente solucionado. Creo que uno puede proponerse conductas, estrategias, pero que solo dan resultado cuando de veras vienen de adentro. Cuando vi a Paula esforzándose por retener, me juré ni mirarla. Y lo que en María llevó más de un año, con la benjamina se  resolvió en diez días. Algo se aprende a fuerza de equivocarse.
(Interrumpo para releer estas líneas. Se nota que hoy no tengo apuro: Luis en el curso y los tres monitos dormidos)
Continúo. Se fue Santiago y le pedí a Federico que ordenara. Para qué. Porque empecé por las buenas, seguí con las amenazas y terminé con un chirlo. Él, firme en su propósito. Bajé para serenarme, no quería volver a pegarle. Y él detrás de mí. Yo ignorándolo. Mami, ¿qué te pasa? ¿Cómo que me pasa?, estoy enojada porque no ordenaste. ¿Querés que ordene ahora? ¡Claro! Desapareció. Al rato, curiosa, subí. Lo encontreé parado en una silla, tratando de guardar los autitos en la repisa. Me enterneció y lo ayudé, con gran alegría de su parte. ¿Cierto que cuando estás enojada igual me querés? Abrazos y besos mil.
María se bañó mientras yo organizaba la cena. Bajó reluciente con su robe y sus peludas nuevas. Un sol. Está enorme: larguísima y finita. Comimos bien a pesar de que Paula se atragantó con la manzana y nos dimos un susto bárbaro.
La ayudé a María a preparar la mochila. El cuaderno pidiendo cambio de forro. Por suerte encontré uno que le encantó. Me tranquiliza tener mi propia librería de emergencia.
Subimos. María se acostó reclamando un cuento. Cuando terminé de bañar a sus hermanos fui hasta su cama. Ya estaba dormida con el librito entre las manos. Me morí de pena, de culpa. Intenté despertarla para cumplir mi promesa pero fue inútil: es un lirón. Los menores empezaron a saltar en la cama de Federico. Les canté una canción y conseguí que se acostaran.
Lavé los platos, me bañé y aquí estoy, entre sábanas, escribiendo, gozando de esta tranquilidad que me cuesta creer.
No fue tan malo el día, sacando el altercado por el orden. Pero interminable.

Siento pasos en la escalera. Sí, es Luis. Con dos cafés. Le conozco la sonrisa. Creo que terminará bien la jornada.

miércoles, 15 de octubre de 2014

7

Martes 29
Bocadillos de arroz con ensalada de tomate/Banana con dulce de leche
Pizza de jamón y queso/ Mandarina
Una mañana radiante me hizo revivir. Sobre todo porque, pese a mis temores, Felisa apareció. Fui a Cabildo: trámites varios. Volví dispuesta a llevar a los chicos a la plaza. Jugaron bien en la arena y yo me entretuve charlando con una flamante madre. Me preguntó cómo se sobrevivía con tres y respondí sin pensarlo: Bien, bastante bien. Cuando llegó la hora de ir a buscar a María y, en consecuencia, de abandonar la plaza, Federico hizo un berrinche. Me enojé con él y, de pasada, lo dejé en casa.
Mientras caminaba bajo el sol con Paula en brazos haciéndome mimos, sentí que en ese instante me alegraría saberme embarazada. Aun a costa de abandonar a los cuatro un año después.
Pablo vino a comer. Bullicioso almuerzo con buen ánimo general; Paulita, deliciosa. Luis llegó cuando estábamos terminando. Por suerte algún bocadillo se había salvado.
Federico protestó para cambiarse y terminé gritándole, además de discutir con Luis que en estos casos suele apañarlo. A pesar de ambos, salió impecable, peinado y con los dientes limpios. Rezongó también por la mochila: quería la roja, a la sazón colgada de la soga. Luis lo llevó al Jardín; ¿me habrán criticado juntos?
María quiso ver la tele pero le recordé que si había amigos era otro el trato. Me enferma verlos sentados como estúpidos frente a la pantalla en lugar de estar jugando. He mantenido conversaciones diversas con diversos amigos que me critican diciéndome que así los aparto de la realidad del mundo, los distancio de las experiencias de sus compañeros. No creo que exista una única verdad (como diría mamá: Qué difícil es el término medio). De todos modos, cada uno hace lo que puede, lo que su historia personal le dicta, más allá de sus propósitos. Finalmente la convencí y fueron a jugar a la terraza.
Verónica llegó para seguir trabajando, pero Paula se despertó enseguida y de muy malhumor. Solo quería estar en mis brazos. Verónica esperándome. María y Pablo reclamando la merienda antes ir al taller de plástica: clase de recuperación y después un receso obligado porque operan a la maestra. Les preparé sándwiches con una mano o, de a ratos, con ambas y el llanto de Paula desde el piso. Mientras la gordita se quedaba encantada en brazos de Verónica, llevé a los chicos al taller y me traje a Federico y, oh sorpresa, a Diego. No quisieron merendar y fueron arriba, donde jugaron sin que se los escuchara. Paula con Felisa mientras Verónica y yo seguíamos la lucha contra el bendito informe.
A las siete la mamá de Pablo acercó a María a casa, empacada con que su amiguito se quedara a dormir. Fastidio ante la negativa.
Me disponía a preparar la comida cuando la nena recordó que tenía mucha tarea. Intenté que la hiciera en la cocina, pero Paula empezó a subirse a la mesa y yo a ponerme nerviosa, sobre todo porque María no entendía cómo construir palabras cruzadas con el nombre de los compañeritos. Luis (debe haber recibido telepáticamente mi llamado) llegó y me liberó de la india menor.
Cenamos. A Federico se le antojó otra porción de pizza y, como se había acabado, hizo un escándalo. ¡Qué pasa con este chico! Tuve que arreglar, con sus gritos de fondo, una reunión con el Dr. Giménez, que precisa ya el informe.
Cuando subí, Luis intentaba desenredarle el pelo a María, todavía sin terminar los deberes. Matemática. Se desató la tragedia. Al menos dentro de mí. Me saca de las casillas su lentitud. Y, aunque no le digo nada, se da cuenta y se bloquea aún más. Por fin hizo las cuentas. Luego debía leer un párrafo, interpretarlo e ilustrarlo. Como no entendía, le pedí que lo releyera y se negó. Me levanté de su cama. Llanto copioso, creo que angustiado. Gritaba llamándome y diciendo que lo leería. Regresé. Así lo hizo, pudo entenderlo y realizó los correspondientes dibujos, realmente hermosos.
Paula, que se había acostado de lo más contenta, ante tamaño bochinche empezó a reclamarme. Mientras tanto, le pedí a Federico que se bañara. Luis ya lo había intentado, pero como no le hizo caso, optó por irse a trabajar a su escritorio. Lo metí en la bañadera. Gritaba clamando por su padre. Me echó. Le dejé la toalla a mano y salí del baño para atender, alternativamente, las llamadas de Paula y la tarea de María. Estuvo como media hora en el agua ya fría, farfullando. Parece que no hay forma de que terminemos bien un día. Se acostó solito. Me dio tanta lástima que me acerqué y le ofrecí un cuento. Se le iluminó la carita, colorada de tanto llorar.

Ahora, mientras Luis trabaja, duermen los tres. Estoy muy mal. Quiero cortar esta racha. Quiero disfrutar de mis hijos. A pesar de amarlos tanto sé que los trato mal. Es que siento que ellos también me tratan mal. Ya sé que son criaturas, pero no lo puedo evitar.

lunes, 13 de octubre de 2014

6

Lunes 28
Churrasco con arroz/Banana
Filet de merluza con ensalada de lechuga/Queso y dulce
A las siete Luis trajo a María a nuestra cama. Le calenté la ropa en la estufa y la ayudé a vestirse. Un trapo por las zapatillas. Después los dientes, las trenzas y los moños. Cuando estábamos desayunando Paula se hizo escuchar. Mis planes de dormir otro rato, destruidos. Luis subió a buscarla. La gordita tomó la leche con nosotros, hecha un sol. Cuando salieron los saludó con gran alegría, a través de la ventana, desde mis brazos.
Subí, la cambié y me vestí. Me sorprendió ver regresar a Luis, resuelto a terminar en casa un presupuesto pendiente. Federico se despertó. Lo vestí y bajé a prepararle la leche. Luis, que estaba en su estudio con escasísimas ganas de trabajar, fue a comprar facturas y se sumó al segundo desayuno. Los chicos, encantados.
Felisa sin aparecer siendo las diez y media: los lunes suele llegar tarde. Mi rabia de todas las semanas. Subí con Paula al lavadero para vigilar el lavarropas porque el automático no funciona. La nena jugó un rato en la terraza hasta que se aburrió y empezó a reclamar que la alzara. Creciendo mis sospechas de que Felisa no vendría. Queriendo, en consecuencia, adelantar el lavado de la ropa acumulada durante el fin de semana.
A las doce fui a buscar a María, con los trece kilos de Paula en brazos: su paseo diario. Me pesa, pero al cochecito ya no lo banco: hace un ruido horrible, tiene las ruedas torcidas y se atranca en todos los cordones. Desestimé  las intenciones de María de hacer programa pese a sus enérgicas protestas.
Paula abandonó mis brazos para jugar carreras con la hermana. Se divirtieron como locas hasta que, como era de prever, Paula aterrizó. Su pera raspada. Lágrimas.
Al llegar no encontré a Felisa pero sí la buena nueva de que Luis nos esperaba con arroz hervido y la plancha caliente.
Una proeza que Federico se lavara las manos. Finalmente nos sentamos y comimos. Paula como un verdadero oso. El arroz a puñados, el piso acusando recibo.
Sonó el teléfono: Felisa desde el hospital. Con taquicardia y ahogos esperando que el cardiólogo la revisara. Tema nuevo. Probablemente mañana tampoco vendrá. Pensé en las camas sin hacer, en el cambio lunístico de sábanas y toallas y en el piso del living todavía sin barrer después de la cena de anoche.
Tomamos un café y lo perseguí a Federico para adecentarlo. Hoy no fue tarea tan difícil. Luis lo llevó al Jardín acompañado de las chicas. Aproveché para volver al lavadero. Cada vez subir los dos pisos. Luis (hoy digno de un monumento) trajo a las nenas y se fue a trabajar. Había alcanzado a sacar las sábanas de todas las camas cuando me sorprendieron los dos timbres de Verónica. El informe ya en marcha.
Cambié a Paula y la acosté. Se quedó en la cama, abrazada a su almohada, como un angelito. Me enternece ver como disfruta de su siesta.
Calenté el café y nos dispusimos a enfrentar la tarea. María, a nuestro lado, hacía rompecabezas. Hablaba y hablaba.
Subimos a mi escritorio a tipiar la introducción. Verónica fue a fotocopiarla en tanto yo me dediqué a despertar a Paula para ir a buscar a su hermano. Mucho no le gustó la idea. Otra vez los pañales. María, a pesar del alfajor convidado por Verónica, reclamaba la merienda antes de ir al Taller de Plástica. Le preparé el Nesquik y una galletita con manteca y dulce, dócil a sus solicitudes. Paula decidió no probar su leche. 16.55. Salí a los piques.
Muy contento, Federico fue a lo de Mercedes. Notas varias: picnic en la plaza el jueves (le prepararé la tarta que le encanta) y cumpleaños de Diego el miércoles (coincide con el de Francisco, problema en puerta). Esperé a que llegara la maestra de María. Resultó bien esto del taller: es una manera de desprenderse de a poco del Jardín. Mientras tanto, Paula se cayó de la trepadora y se golpeó, de nuevo, la pera. Muchísimas lágrimas.
Volví a casa solo con Paula que ahora sí quiso merendar. Yo con ella. Hice las camas de los chicos y retomé la ropa. Planchar. La pila que renace de sus propias cenizas. Las sábanas esperando en la soga. Paula, hinchona.
A las siete menos diez salimos para buscar a María del Taller. Casi me agarra un ataque: el domingo fueron al museo y yo ni me enteré. Creo que ya no cabe nada más en mi cabeza.
De ahí a buscarlo a Federico. En el viaje de regreso, de solo tres cuadras, empezaron a pelearse en el auto.
Llegué a casa y no tuve más remedio que cocinar el pescado ya descongelado. Paula, razonablemente bien; los mayores, arriba.
Siendo las ocho notifiqué a María que debía bañarse. Insistió en que subiera pero me negué. Preparé la ensalada y llegó Luis. Cuando escucho su silbido mis fuerzas renacen. Paulita fue corriendo a abrazarlo: lo tiene metido en el bolsillo.
Nos sentamos a cenar: tenía que empezar el drama. Paula no quiso comer la ensalada y mis reglas irreductibles: si no la probaba no le serviría pescado. Lloraba como una Magdalena. Luis, compadecido, le daba bocados de merluza. Me enojé con los dos y Luis conmigo. Finalmente la alcé para llevarla a bañarse. En el viaje agarré una hoja de lechuga que María, con cara de lástima, intentó ofrecerle. Ya en la escalera traté de convencerla, apelando al postre. Con cara de resignada abrió la boca y masticó la lechuga. Como tratos son tratos, abandoné el segundo escalón, regresamos y le serví el pescado. Se comió dos filetes con gran alegría, a manos llenas. Luego tres trozos de queso y dulce. Le tocó el turno a Federico: como empezó a jorobarla a María, Luis lo mandó arriba, a bañarse. Obedeció bufando.
Con el café escuchamos a María leer su libro de lectura. Notables progresos. Ahora fui yo la que me compadecí y le llevé a Federico el postre. Pero no lo encontré en la bañadera como esperaba sino jugando con los bloques. Protestó pero se metió en el agua donde comió el queso y dulce con suma satisfacción. María se lavó los dientes (como indicó Celina aunque todavía no compré el hilo dental) y se acostó, reclamando un cuento que postergué mientras guardaba la ropa y hacía nuestra cama. Tanto que la encontré dormida. Le leí un librito a Fede y a pesar de que me negué al segundo, se durmió contento. Los gritos de Paula desde el baño me hicieron correr: Luis intentaba lavarle la cabeza. Llegué para enjuagársela. Busqué su piyama. La hora de sus grandes besos y abrazos: para comérsela. Se fue corriendo e intentó trepar la baranda. La acosté, le di su oso y la tapé. Quedó acurrucada como un topito, recuperada del drama de la ensalada. Yo no.

Me aterra hacer concesiones. Siento que si un solo día accedo a sus caprichos (tal vez sus necesidades) toda la estructura familiar se vendrá abajo. ¿Mi incorruptible rectitud vale el precio de los malos ratos pasados? Difícil para ellos y para mí. También para la pareja.

viernes, 10 de octubre de 2014

5

Domingo 27
Ñoquis a la bolognesa/Ensalada de fruta
Pastel de carne/Mousse de chocolate
Tomo la birome solo en función de mi estricto sentido del deber, porque son las dos de la madrugada y estoy molida.
El día comenzó con un llamado de mamá: el billete, regalo de aniversario, había sacado el tercer premio. Corrí a buscarlo al cajoncito de la cocina. No estaba. Revolví la casa sin éxito. Se me ocurrió iniciar una investigación infantil. Federico me preguntó: ¿Uno celeste con un barquito? Sentí que palidecía mientras él, muy orgulloso, me mostraba su obra: la carabela pegada en su cuaderno, también regalo de mamá. Está escrito que solo nos enriqueceremos con el sudor de nuestra frente. Lo tomamos con bastante filosofía porque, además de que no era una fortuna, nos causó gracia. A mamá no tanto. Apareció al rato con su melliza fracción. Aunque nos negamos a aceptarla, insistió tanto y estaba tan amargada que transamos en compartirla. Ya hicimos cálculos: alcanzará para cambiar el lavarropas.
Superada la euforia y la depresión emprendí lucha encarnizada contra las liendres de María y, además, tratamiento preventivo en las otras dos cabecitas pertenecientes a cuerpos que no soportaban demasiado dócilmente (léase patadas, gritos, etc) el procedimiento.
Vino a cenar Diana, mi amiga de la adolescencia, con sus dos hijas. Luis se hizo cargo de los cinco chicos y pudimos charlar a gusto después de tantísimos años. Mejor no explico el costo: indescriptible el fastidio posterior de Luis, totalmente previsible. Pero no es cuestión de quejarse. No estuvo del todo mal este domingo.

Un detalle: cuando Diana probó el primer bocado le brillaron los ojos. ¿Sabés qué fue lo primero que comí en tu casa?, me preguntó. ¿Ravioles?, arriesgué. Este mismo pastel, lo reconocería entre mil. En un instante se esfumó la distancia impuesta por el tiempo, que inútilmente habíamos intentado derribar en las horas transcurridas desde nuestro reencuentro. Y juntas, otra vez adolescentes, paladeamos el pastel de papas que, pese a la intervención de mis manos, descubrí con sorpresa, seguía siendo el de mi mamá. El que prepare María, ¿será el mío?

miércoles, 8 de octubre de 2014

4

Sábado 26
Salchichas con ensalada de tomate/Torta de manzana
Hígado a la veneciana/Flan
Paula, desestimando el feriado, se despertó a las 7.15. Cinco minutos de idílicos besos y abrazos y después se dedicó a jorobar. Agarró los hilos y las agujas de mi mesa de luz. Subió y bajó de la cama como ochenta veces. Ante de empezar a enojarnos decidimos desayunar, previo cambio de pañales. Paula de parabienes en su condición de hija única.
A las nueve tenía reunión de cooperadora y escasísimas ganas de ir. Supongo que tantas como Luis de quedarse solo con los chicos. En el momento de salir no encontré el presupuesto conseguido por Luis para el arreglo de las estufas. Búsqueda encarnizada por toda la casa, a consecuencia de la cual se despertaron los otros dos durmientes para aumentar la alegría de Luis.
Volví cerca de las doce. Los chicos seguían en piyama, contentísimos porque el padre les había preparado un desayuno americano que recién terminaban. Los restos de la orgía en la pileta, las camas sin hacer, los horarios de la comida ya definitivamente despelotados, cosa que me pone nerviosísima. No me permití quejarme porque reconocí que Luis lo había hecho con la mejor intención aunque con su inexistente sentido práctico. Cuando me ausento se dedica a hacer comidas tan sencillas como empanadas, tortillas, milanesas, puchero. Que suelo tener que concluir a mi llegada. Forma parte del folclore familiar. Para compensar, dado que Paula ya está bien, almorzamos simplísimas salchichas con tomate.
A los postres festejamos el cumple de Snoopy, a quien le compré, al lado del colegio, un babero con el que el homenajeado comió su torta. María chocha. Cuando estábamos terminando la llamó una amiguita para invitarla al teatro. Violando las reglas de pasar todos juntos los fines de semana, la dejé partir.
Inexplicablemente (¿extrañaría a la hermana?) Federico durmió la siesta; Paula, como de costumbre. Nos encontramos a las cuatro de la tarde solos y tranquilos, situación poco frecuente en nuestros seis años de padres. Luis aprovechó para arreglar la plancha y yo para coser atrasados botones. Juntos. Increíble tanta paz.
Cerca de las siete merendamos con buen clima. María llegó a las nueve, cansada y de mal humor. Se quedó dormida sin cenar.
Bañamos a los dos menores, comimos, nos acostamos más tarde aún y ahora escribo en la cama.
Dejo para el final lo más importante de la jornada. Estábamos almorzando, los chicos de gran charla, cuando de repente no pude creer lo que escuchaban mis oídos: Federico diciendo Rambo, diciendo revólver, diciendo rama. Demasiado para mí. Creer o reventar. Durante cuatro años tratamos de corregirlo, pero se ve que las intenciones no venían de adentro. Fue necesario sentir que teníamos que dejarlo crecer. Y el dolor que experimenté en la reunión no fue más que eso. Fue todo eso.

lunes, 6 de octubre de 2014

3

Viernes 25
Polenta con manteca y queso/Gelatina
Fideos con huevo frito/Manzana
Después de acompañar a María a la escuela (hoy fue un drama despertarla), Luis volvió, decidido a llevar a  Federico a cortarse el pelo.  Antes de que salieran busqué la máquina, cargada por suerte. La foto póstuma. Fue un impacto verlos regresar: ese no era mi Pepo. El hermoso flequillo desaparecido. Los mismos ojazos bajo una frente que me resultó desconocida. Me dolieron las entrañas. Pero, heroicamente, me asomé al objetivo para obtener la contrafoto. Él me sonreía, orgullosísimo, chocho con su raya igual a la del padre. Cuando Felisa lo vio, no pudo disimular su cara de desconsuelo. Recordé la historia contada por papá, portador de larguísimos bucles hasta los tres años. Parece que un buen día mi abuelo perdió la paciencia y lo llevó a la peluquería. Cuentan las malas lenguas que mi abuela se pasó toda la tarde en cama, llorando. Recién ahora puedo entenderla.
Llegó la hora del Jardín. Nora lo vio y me miro: sentí que me pedía disculpas con los ojos. Me acerqué y le comenté cuánto nos había servido la charla de ayer. Fede, mientras tanto, subía la escalera a los saltos, fascinado por los comentarios que desertaba a su paso.
Después fui a lo de Verónica para empezar el postergado informe. La lleve a María, con la intención de que entretuviera un poco a Josefina, que está con varicela (los tres míos inmunizados, Paula a los cuarenta y cinco días, mejor ni me acuerdo). Me encontré con una Verónica destruida porque la nena se durmió a las cinco de la mañana. Me confesó que a la madrugada se puso a pegarle a la almohada de rabia, de pura impotencia ante los gritos de Josefina, enloquecida por las vesículas en la vagina (¡qué enfermedad de mierda!) y ante su propio insostenible cansancio.
A las 4.50 salí a los piques a buscar a mi peladito. Como a las seis teníamos hora con la dentista, llegué a casa confiando en que Luis ya estaría para quedarse con Paulita. Gran desilusión. Me encontré, como todos los fines de mes, pagándole a Felisa, después de nuestras intrincadas cuentas de adelantos, préstamos e hiperinflación, que ni nosotras mismas terminamos de entender, mientras los monos reclamaban la merienda. Cuando estaba calentando la leche sonó el teléfono: Luis. Para variar se le había hecho tarde. Me pidió la nueva dirección de Celina y quedó en ir para allá.
Interín, búsqueda de agenda incluida, la leche hirvió y se volcó sobre el quemador. A María tuve que colársela porque, como había hervido, tenía nata y ella es muy delicada al respecto.
Le pasé el peine a María y le lavé la cara a Federico, todo cuanto pude hacer, dada la hora, por el aseo de ambos. Se lavaron los dientes a las apuradas y metí a los tres en el auto a los empujones.
Todavía restaba comprar los prometidos cepillos de dientes, rito inmodificable previo a cada visita al dentista. Además, ya estaban en estado lamentable, estado que alcanzan al segundo día de uso. Recién conseguí la marca que recomendó Celina en la tercera farmacia consultada, lo que significó, claro está, encontrar tres veces donde dejar el auto. Mi presión interna en ascenso. Cuando le entregué el cepillo a María (que no quería ni rosa ni celeste) y a Federico (ni amarillo ni verde), a Paula le agarró un ataque que intentamos dominar inútilmente con las cajitas vacías. Lloró hasta que llegamos. Ya eran las 18.05 y tuve que dar dos vueltas para estacionar, mientras la transpiración corría por mi cuerpo.
Había solo un nene esperando. Aunque entró a los pocos minutos salió a los no tan pocos. Paula, de pésimo humor, solo halló consuelo en mi portadocumentos que resigné a sus manos.
Cuando llegó nuestro turno, Celina preguntó quién pasaba primero. No hubo lugar para negociaciones y entramos en patota al consultorio de dos por dos. Empezó por María. Paula ansiosa por tocar todo; yo, tratando de sofrenarla a expensas de mi cintura y de mi billetera, que la entretuvo como tres minutos.
Le puso a María el revelador de placa bacteriana: todos los dientes pintados de azul. Quise ver cómo se cepillaba. Había olvidado todo lo aprendido la anterior consulta. Me preguntó si le habíamos pasado hilo dental. Tuve que confesar que no. Aconsejó que la controláramos porque si no le iban a salir caries.
Yo oscilaba entre la angustia por sentir que no la cuidaba (y, peor aún, el convencimiento de que tampoco iba a poder hacerlo) y la rabia contra Paula, revolviéndose en mis brazos como un gato enjaulado. Conseguí que Federico saliera, pero María insistió en que me quedara mientras le hacían la topicación con fluor, pese a los gritos de Paula, ya a punto de ser estrangulada. Además, radiografía panorámica (previa autorización y trámites mil) para ver si precisa ortodoncia. Lo único que faltaba, económicamente también.
Después le tocó a Federico. Comentó que tenía una excelente ubicación del cepillo pero que, por su edad, no podía cepillarse solo correctamente. Ustedes lo ayudan, ¿no? A veces, contesté hundiéndome de nuevo en la culpa y recordando la odisea del baño general luego del cual juro que no me quedan fuerzas para invertir cinco minutos en la boca de cada uno. Les alcanzo el cepillo con pasta y que Dios los ayude. Se lo comenté. Me sugirió los sábados. Buena diversión para el fin de semana. Cada vez estaba más deprimida y a cada timbre esperaba la milagrosa aparición de Luis.
Federico accedió a soportar solo la topicación y salí con las nenas. Luego de muchas súplicas conseguí que María se comprometiera a cuidar a su hermana, porque me daba muchísima lástima que Fede estuviera solito adentro. Entré cuando ya estaba terminando. Quizá para consolarme, comentó que tenían la dentadura excelente. ¿Producto de las interminables peleas para que no coman golosinas?, ¿o de mi herencia invicta en caries hasta mi primer embarazo, a pesar de que jamás me llevaban al dentista ni se preocupaban de lo que comía o dejaba de comer?
Celina me preguntó si María estaba celosa, porque la había visto demasiado pendiente del movimiento de sus hermanos. Por supuesto, asentí. Sugirió que los llevara de a uno. Intenté explicarle que mis planes eran otros mientras crecía mi vergüenza y el malhumor de Paula, de nuevo en mis brazos.
No pude menos que recordar otros tiempos, otras visitas al dentista. Me veo, nos veo, maravillándonos ante María, vestida especialmente para la ocasión, sentada en el sillón, diminuta, abriendo la boca solícita ante una Celina que también creo era algo distinta a la de ahora. Nuevamente juntos acompañando el debut de Federico, que nos parecía todavía más chiquito por ser el más chiquito. Disfrutando la situación, orgullosa de tener que afrontar las nuevas responsabilidades. Cuántos mundos de distancia con la visita de hoy. ¿Qué pasó?, ¿qué, cuando le toque a Paulita?
Salimos. Sin noticias de Luis. Mi furia. A pesar de que no lograba convencerme de que me hubiera abandonado decidí regresar a casa porque a las nueve tenía una reunión con Giménez.
Llegué y me dispuse a preparar la cena. Estamos todos hartos del arroz, la polenta y las pastas, pero Paula está con diarrea y si comemos fuera de su régimen le agarra el patatús.
La niña no se resignó a abandonar mis brazos y lloraba a grito pelado. Resolví que comeríamos sin esperar a Luis para dejárselos listos antes de irme. Mientras se hervían los fideos alcé a la nena con mis últimas fuerzas. Pero continuó su berrinche. A pesar de su resfrío, su descompostura y de sus cuatro caninos asomándose, mi paciencia alcanzó su límite. La senté en el piso con poca delicadeza, momento en el que sus gritos se intensificaron. Miré el reloj: 8 y 10. Por suerte PM: si hubieran sido las ocho de la mañana  me suicidaba. O al menos huía en un buque holandés.
Preparé unos huevos mientras la monstruita ya estaba casi atragantada por los sollozos. La senté en su silla frente al plato humeante (después de lavarle las manos, lo que la hizo gritar más aún) y ¡santo remedio! Contentísima y comiendo como un elefante. María atendió el teléfono: Giménez anunciándome la reunión suspendida. Doble impacto. Alivio por no tener que correr contra el tiempo entre el jabón y los piyamas; decepción porno poder irme.
Cuando estábamos terminando llegó Luis tratando de disculparse. Aunque mi rabia se transformó en alivio, no quise dar el brazo a torcer y apenas lo saludé. María y Federico quisieron comer otro plato para acompañarlo. Su aparición me liberó del rallado de la manzana, procedimiento que detesto desde que me recibí de madre.
Metí a los tres en la bañadera. Federico, como de costumbre, lloró cuando le lavé la cabeza; Paula, como siempre, cuando llegó el momento de sacarla y María, como muchas otras veces, porque preferí buscar el calzoncillo de su hermano que ayudarla a ponerse la camiseta.
Paula ya enfundada en el piyama por obra de su padre, había recuperado el buen humor y toda su gracia. Me tiró los bracitos para que la llevara a la cama mientras decía ta, tau, a sus hermanos y becho, becho a su papá. Su hora bombón. La acosté. Reclamó su oso. Por suerte lo encontré debajo de la cama de María; se lo di y me saludó con la manito. Como siempre, me maravilló que se quedara contenta, saber que dormirá toda la noche.
María reclamó la prometida lectura de Camembert. Accedí pero determiné que la cita sería en el cuarto de Federico. Enérgicas protestas. Amenaza de suspender el cuento. Los dos arrebujados en la cama del Pepo. Mi malhumor cediendo frente a sus ojitos cansados y atentos. María me recordó que mañana es el cumpleaños de Snoopy, su muñeco preferido, y me reclamó una torta. La acompañé hasta su cama y la tapé.

La cocina era un verdadero aquelarre. Estaba a punto de apagar la luz y huir, cuando escuché que Luis bajaba. Junté fuerzas, empuñé la escoba y emprendí la lucha contra los fideos pegoteados en el piso. Quiso relevarme pero no lo dejé. Optó por los platos. A pesar de que intenté mantenerme enojada terminó ablandándome a fuerza de bromas y mimos. Las diez de la noche. Licencia de padres hasta mañana. Relativa, porque nos dedicamos a inventar una torta en forma de perro (Luis fue a rescatar a Snoopy de los brazos de su dueña para tomarlo de modelo) con restos milagrosamente encontrados en el freezer. Quedó graciosísima. A María le va a encantar.