Viernes 25
Polenta con
manteca y queso/Gelatina
Fideos con huevo
frito/Manzana
Después
de acompañar a María a la escuela (hoy fue un drama despertarla), Luis volvió,
decidido a llevar a Federico a cortarse
el pelo. Antes de que salieran busqué la
máquina, cargada por suerte. La foto póstuma. Fue un impacto verlos regresar:
ese no era mi Pepo. El hermoso flequillo desaparecido. Los mismos ojazos bajo
una frente que me resultó desconocida. Me dolieron las entrañas. Pero,
heroicamente, me asomé al objetivo para obtener la contrafoto. Él me sonreía,
orgullosísimo, chocho con su raya igual a la del padre. Cuando Felisa lo vio,
no pudo disimular su cara de desconsuelo. Recordé la historia contada por papá,
portador de larguísimos bucles hasta los tres años. Parece que un buen día mi
abuelo perdió la paciencia y lo llevó a la peluquería. Cuentan las malas
lenguas que mi abuela se pasó toda la tarde en cama, llorando. Recién ahora
puedo entenderla.
Llegó
la hora del Jardín. Nora lo vio y me miro: sentí que me pedía disculpas con los
ojos. Me acerqué y le comenté cuánto nos había servido la charla de ayer. Fede,
mientras tanto, subía la escalera a los saltos, fascinado por los comentarios
que desertaba a su paso.
Después
fui a lo de Verónica para empezar el postergado informe. La lleve a María, con
la intención de que entretuviera un poco a Josefina, que está con varicela (los
tres míos inmunizados, Paula a los cuarenta y cinco días, mejor ni me acuerdo).
Me encontré con una Verónica destruida porque la nena se durmió a las cinco de
la mañana. Me confesó que a la madrugada se puso a pegarle a la almohada de
rabia, de pura impotencia ante los gritos de Josefina, enloquecida por las
vesículas en la vagina (¡qué enfermedad de mierda!) y ante su propio
insostenible cansancio.
A
las 4.50 salí a los piques a buscar a mi peladito. Como a las seis teníamos
hora con la dentista, llegué a casa confiando en que Luis ya estaría para
quedarse con Paulita. Gran desilusión. Me encontré, como todos los fines de
mes, pagándole a Felisa, después de nuestras intrincadas cuentas de adelantos,
préstamos e hiperinflación, que ni nosotras mismas terminamos de entender,
mientras los monos reclamaban la merienda. Cuando estaba calentando la leche
sonó el teléfono: Luis. Para variar se le había hecho tarde. Me pidió la nueva dirección
de Celina y quedó en ir para allá.
Interín,
búsqueda de agenda incluida, la leche hirvió y se volcó sobre el quemador. A
María tuve que colársela porque, como había hervido, tenía nata y ella es muy
delicada al respecto.
Le
pasé el peine a María y le lavé la cara a Federico, todo cuanto pude hacer,
dada la hora, por el aseo de ambos. Se lavaron los dientes a las apuradas y
metí a los tres en el auto a los empujones.
Todavía
restaba comprar los prometidos cepillos de dientes, rito inmodificable previo a
cada visita al dentista. Además, ya estaban en estado lamentable, estado que
alcanzan al segundo día de uso. Recién conseguí la marca que recomendó Celina
en la tercera farmacia consultada, lo que significó, claro está, encontrar tres
veces donde dejar el auto. Mi presión interna en ascenso. Cuando le entregué el
cepillo a María (que no quería ni rosa ni celeste) y a Federico (ni amarillo ni
verde), a Paula le agarró un ataque que intentamos dominar inútilmente con las
cajitas vacías. Lloró hasta que llegamos. Ya eran las 18.05 y tuve que dar dos
vueltas para estacionar, mientras la transpiración corría por mi cuerpo.
Había
solo un nene esperando. Aunque entró a los pocos minutos salió a los no tan
pocos. Paula, de pésimo humor, solo halló consuelo en mi portadocumentos que
resigné a sus manos.
Cuando
llegó nuestro turno, Celina preguntó quién pasaba primero. No hubo lugar para
negociaciones y entramos en patota al consultorio de dos por dos. Empezó por
María. Paula ansiosa por tocar todo; yo, tratando de sofrenarla a expensas de
mi cintura y de mi billetera, que la entretuvo como tres minutos.
Le
puso a María el revelador de placa bacteriana: todos los dientes pintados de
azul. Quise ver cómo se cepillaba. Había olvidado todo lo aprendido la anterior
consulta. Me preguntó si le habíamos pasado hilo dental. Tuve que confesar que
no. Aconsejó que la controláramos porque si no le iban a salir caries.
Yo
oscilaba entre la angustia por sentir que no la cuidaba (y, peor aún, el
convencimiento de que tampoco iba a poder hacerlo) y la rabia contra Paula, revolviéndose
en mis brazos como un gato enjaulado. Conseguí que Federico saliera, pero María
insistió en que me quedara mientras le hacían la topicación con fluor, pese a
los gritos de Paula, ya a punto de ser estrangulada. Además, radiografía
panorámica (previa autorización y trámites mil) para ver si precisa
ortodoncia. Lo único que faltaba, económicamente también.
Después
le tocó a Federico. Comentó que tenía una excelente ubicación del cepillo pero
que, por su edad, no podía cepillarse solo correctamente. Ustedes lo ayudan, ¿no? A veces, contesté hundiéndome de nuevo en
la culpa y recordando la odisea del baño general luego del cual juro que no me
quedan fuerzas para invertir cinco minutos en la boca de cada uno. Les alcanzo
el cepillo con pasta y que Dios los ayude. Se lo comenté. Me sugirió los
sábados. Buena diversión para el fin de semana. Cada vez estaba más deprimida y
a cada timbre esperaba la milagrosa aparición de Luis.
Federico
accedió a soportar solo la topicación y salí con las nenas. Luego de muchas
súplicas conseguí que María se comprometiera a cuidar a su hermana, porque me
daba muchísima lástima que Fede estuviera solito adentro. Entré cuando ya
estaba terminando. Quizá para consolarme, comentó que tenían la dentadura
excelente. ¿Producto de las interminables peleas para que no coman golosinas?,
¿o de mi herencia invicta en caries hasta mi primer embarazo, a pesar de que
jamás me llevaban al dentista ni se preocupaban de lo que comía o dejaba de
comer?
Celina
me preguntó si María estaba celosa, porque la había visto demasiado pendiente
del movimiento de sus hermanos. Por
supuesto, asentí. Sugirió que los llevara de a uno. Intenté explicarle que
mis planes eran otros mientras crecía mi vergüenza y el malhumor de Paula, de
nuevo en mis brazos.
No
pude menos que recordar otros tiempos, otras visitas al dentista. Me veo, nos
veo, maravillándonos ante María, vestida especialmente para la ocasión, sentada
en el sillón, diminuta, abriendo la boca solícita ante una Celina que también
creo era algo distinta a la de ahora. Nuevamente juntos acompañando el debut de
Federico, que nos parecía todavía más chiquito por ser el más chiquito.
Disfrutando la situación, orgullosa de tener que afrontar las nuevas
responsabilidades. Cuántos mundos de distancia con la visita de hoy. ¿Qué
pasó?, ¿qué, cuando le toque a Paulita?
Salimos.
Sin noticias de Luis. Mi furia. A pesar de que no lograba convencerme de que me
hubiera abandonado decidí regresar a casa porque a las nueve tenía una reunión con
Giménez.
Llegué
y me dispuse a preparar la cena. Estamos todos hartos del arroz, la polenta y
las pastas, pero Paula está con diarrea y si comemos fuera de su régimen le
agarra el patatús.
La
niña no se resignó a abandonar mis brazos y lloraba a grito pelado. Resolví que
comeríamos sin esperar a Luis para dejárselos listos antes de irme. Mientras se
hervían los fideos alcé a la nena con mis últimas fuerzas. Pero continuó su
berrinche. A pesar de su resfrío, su descompostura y de sus cuatro caninos
asomándose, mi paciencia alcanzó su límite. La senté en el piso con poca
delicadeza, momento en el que sus gritos se intensificaron. Miré el reloj: 8 y
10. Por suerte PM: si hubieran sido las ocho de la mañana me suicidaba. O al menos huía en un buque
holandés.
Preparé
unos huevos mientras la monstruita ya estaba casi atragantada por los sollozos.
La senté en su silla frente al plato humeante (después de lavarle las manos, lo
que la hizo gritar más aún) y ¡santo remedio! Contentísima y comiendo como un
elefante. María atendió el teléfono: Giménez anunciándome la reunión suspendida.
Doble impacto. Alivio por no tener que correr contra el tiempo entre el jabón y
los piyamas; decepción porno poder irme.
Cuando
estábamos terminando llegó Luis tratando de disculparse. Aunque mi rabia se
transformó en alivio, no quise dar el brazo a torcer y apenas lo saludé. María
y Federico quisieron comer otro plato para acompañarlo. Su aparición me liberó
del rallado de la manzana, procedimiento que detesto desde que me recibí de
madre.
Metí
a los tres en la bañadera. Federico, como de costumbre, lloró cuando le lavé la
cabeza; Paula, como siempre, cuando llegó el momento de sacarla y María, como
muchas otras veces, porque preferí buscar el calzoncillo de su hermano que
ayudarla a ponerse la camiseta.
Paula
ya enfundada en el piyama por obra de su padre, había recuperado el buen humor
y toda su gracia. Me tiró los bracitos para que la llevara a la cama mientras
decía ta, tau, a sus hermanos y becho, becho a su papá. Su hora bombón.
La acosté. Reclamó su oso. Por suerte lo encontré debajo de la cama de María;
se lo di y me saludó con la manito. Como siempre, me maravilló que se quedara
contenta, saber que dormirá toda la noche.
María
reclamó la prometida lectura de Camembert.
Accedí pero determiné que la cita sería en el cuarto de Federico. Enérgicas
protestas. Amenaza de suspender el cuento. Los dos arrebujados en la cama del
Pepo. Mi malhumor cediendo frente a sus ojitos cansados y atentos. María me
recordó que mañana es el cumpleaños de Snoopy, su muñeco preferido, y me
reclamó una torta. La acompañé hasta su cama y la tapé.
La
cocina era un verdadero aquelarre. Estaba a punto de apagar la luz y huir,
cuando escuché que Luis bajaba. Junté fuerzas, empuñé la escoba y emprendí la lucha
contra los fideos pegoteados en el piso. Quiso relevarme pero no lo dejé. Optó
por los platos. A pesar de que intenté mantenerme enojada terminó ablandándome
a fuerza de bromas y mimos. Las diez de la noche. Licencia de padres hasta
mañana. Relativa, porque nos dedicamos a inventar una torta en forma de perro
(Luis fue a rescatar a Snoopy de los brazos de su dueña para tomarlo de modelo)
con restos milagrosamente encontrados en el freezer. Quedó graciosísima. A
María le va a encantar.