Sábado 16
Papas fritas con
huevo frito/Yogur
Empanadas de
carne, jamón y queso, choclo y verdura/Postrecito de chocolate
Pésima
noche. María volvió a despertarse sobresaltada, lo que provocó que también se
sobresaltara Paula, que tardó más de una hora en volver a dormirse. Es notable
como una mala noche puede destruir a un ser humano. Y nosotros hemos tenido
bastante suerte al respecto. Enfermedades al margen, nuestros chicos suelen dormir
bien. La nena de unos conocidos es un infierno: hace tres años que no duerme.
Que no duermen. Se despierta a las cuatro de la mañana, por ejemplo, dispuesta
a ver la tele o a desayunar. Ya están tan desesperados que la dejan hacer
cualquier cosa. Por lo general, además, se hace pis, lo que añade a la
despertada el cambio de nena y de sábanas. No comprendo cómo pueden seguir
siendo dos personas equilibradas, de buen humor en general. El amor por los
hijos es a prueba de balas.
Me
levanté muy preocupada; lo llamé a Montes que, bajo mi presión, me dio el
teléfono de una sicóloga de su confianza (¿cómo
puede ser que Ana María no esté aquí?). Ya me comuniqué: nos citó para el
viernes próximo. Estoy más tranquila al haber tomado una decisión al respecto.
Lo que no sé es cómo vamos a absorber el gasto extra porque, aunque no quiso
adelantarme sus honorarios, habló de unas ocho sesiones para el
psicodiagnóstico completo, incluida una visita con toda la familia. En fin, Dios
(si es que existe y se ocupa de estos ramos) proveerá. De todos modos, es
horrible la sensación de mezclar la legítima preocupación por los hijos con la
preocupación económica. De carne somos.
Para
compensar, el día transcurrió bastante pacíficamente. A la mañana Luis llevó a
los chicos a la plaza (después de la curación de Paula que hoy lloró como una
marrana; ya tiene bastante mejor el dedito) mientras yo horneaba las empanadas
para mamá. Quedaron perfectas
Después
del almuerzo fui con María y Federico a lo de papá a llevarle su regalo de
cumpleaños. Paula se quedó durmiendo y Luis, con residuos aún de su malhumor de
ayer, de acompañante. Visita de médico. Me pongo nerviosísima cuando los chicos
empiezan a tocar las porcelanas y los cristales depositados sobre innumerables
mesitas bajas. Recuerdo una reunión en casa de los padres de Verónica. Federico
agarró una cajita y yo, alarmada, pregunté si se rompía. La señora (abuela de
siete nietos) me contestó: Quedate
tranquila, todo lo que se rompía ya se rompió. En lo de papá todo está
intacto, ¿por qué será?
Pese
a mi oposición, Luis fue a comprar empanadas (ironía del destino, acababa de
entregarle a mamá cuarenta, prolijamente hechas por mis manos) y por pedido
especial de María comimos arriba, en su cuarto. Cuando Fede era chiquito
habíamos tomado la costumbre de que esa fuera la sede de los desayunos
dominicales. Hacía mucho que no repetíamos la excursión interna. Un loquero
pero los chicos contentísimos. Los dejamos ver un rato de televisión y después
se bañaron bastante civilizadamente.
Ya
se acostaron. Ante el menor ruido pienso en María. Me alivia sentir que otro
empieza a hacerse cargo del problema. Luis dice (¿para intentar tranquilizarme?) que ya se le pasará. Yo, como de
costumbre, más alarmista. Deseo de todo corazón que sea de él la razón. Siento
que lo que le pasa a la nena es por mi exclusiva culpa. Por mi exigencia con
ella. Quisiera poder controlarme pero dudo de mis fuerzas. Es extraño lo que me
pasa con María. Todo lo que a ella concierne me sacude hasta el centro. Creo
que de los tres es con la que me siento más conectada. ¿Porque es la primogénita
o porque determinadas características suyas me remiten a mi propia infancia?
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