Martes 12
Omelette de
queso/Yogur
Medallones de
pollo con choclo a la crema/Manzana
Mejor
ni recuerdo las corridas de hoy. A las diez, hora para la curación del ojo:
otra vez el bodrio de colocar a los chicos (Felisa dónde estará). Resolví,
finalmente, llevarlos a lo de mamá.
Amansadora
en la sala de espera y mi desesperación porque a las doce tenía que buscar a
María. Llegué cuando ya estaba en la puerta, con una carita que bien le
conozco, las lágrimas prontas a brotar. Es notable cómo se angustia ante
cualquier demora; parece que temiera ser abandonada. Una vez, cuando Federico
era recién nacido, dejé a los dos en el auto estacionado justo enfrente de la
farmacia. Yo los veía a través del vidrio. No creo haber tardado ni cinco
minutos, pero cuando volví la encontré presa de un ataque de nervios. Desde
entonces no quiere quedarse sola ni un instante. ¿Tan grave fue mi falta para
que el castigo sea la claustrofobia de mi hija? Ella recuerda la situación
(¡tenía dos años!) y no pierde oportunidad de echármela en cara. Sin embargo,
hablar del tema no elimina sus temores, pese
a las premisas que algunos/as sostienen.
Hoy,
además, estaba ansiosa por comunicarme que van a empezar a escribir con tinta.
Pasé
a buscar a los dos menores y llegué a casa con media hora para darles de comer
y preparar a Fede para el Jardín. Sin un segundo para percibir si el ojo me
dolía. Les hice omelette de queso (recuerdo de mi infancia cada vez que mamá
estaba apurada) y hasta pude adecentarlo al gordo, roñoso después del helado
convidado por su abuela. No se salvaron ni las medias. Creo que aún no ha
nacido el niño que pueda enfrentarse a un cucurucho y salir incólume. Como no
fui muy suave en mis maniobras, protestó como un descosido y se negó a
colaborar aunque fuera poniendo el brazo en la manga enarbolada. No desplegué
mi furia porque ya estaba pensando cómo solucionaría la tarde: impostergable mi
encuentro con Verónica y la ida al supermercado: freezer y heladera agotados.
Conseguí que ella viniera a casa, pese a sus paralelas dificultades para ubicar
a las chicas. Apareció con Josefina que, afortunadamente, jugó bien con María
toda la tarde. Paula durmió y pudimos adelantar bastante.
Verónica
se quedó con las nenas mientras fui a buscarlo a Federico. Tomamos la merienda
y, como ella también padecía de desabastecimiento, decidimos salir con los
cuatro para Disco. No fue muy brillante la idea porque hincharon como de
costumbre pero mi paciencia fue menor que la escasa habitual. Cuando estaba
cerca de las cajas, retando alternativamente a uno a y otro, mientras Verónica
compraba las últimas cosas, descubrí en la cola vecina a Montes y a su mujer.
Me morí de vergüenza de que me hubiera descubierto violando todas las reglas,
yo que en el consultorio parezco tan civilizada. Qué molestos son esos
encuentros fuera de encuadre. No se sabe si sobrellevar una conversación acerca
del precio de la carne, si hablar sobre la dentición de los niños o mirar hacia
otro lado y hacer de cuenta de que estamos a kilómetros de allí. Opté por esto
último luego del saludo reglamentario, mientras contenía mis ganas de
estrangularlos a todos, Josefina incluida, tocando cuanto encontraban a su
alcance o alcanzaban.
Llevé
a Verónica hasta su casa y, en la librería de al lado, le compré a María su
primera lapicera, que eligió interminablemente (y no fue la única emocionada). Retorné a mi hogar con los tres
monstruitos y miles de bolsas que los tiernos infantes se empeñaron en
trasladar. La mitad aterrizó en la vereda, hasta se rompieron tres huevos.
Recordé una escena remota. Después de un día complicado (para los parámetros de
ese momento), que incluía la pelea por los azulejos de la cocina que había
comprado sin consultarme, Luis subió al auto y ¨tiró¨ su portafolios sobre mi panza
que, además de a María, albergaba una docena de huevos. Se rompieron los doce
sobre mi jumper, prestado para colmo. Me puse a llorar de bronca, de
impotencia, y a Luis le agarró un ataque de risa. Estuve a punto de asesinarlo,
pero me contuvo la idea de que mi hija naciera huérfana. Terminamos a las
carcajadas los dos.
Por
fin bajamos todos y todo. Guardé lo perecedero y me dispuse a preparar la cena.
Previsoramente había comprado medallones de pollo y choclo a la crema. Cuando
estaba poniendo la mesa apareció Luis, de excelente humor, con churrascos y
tomates, comentando que hacía rato que tenía antojo de comer un buen bife. Pese
a su desilusión optamos por la suculenta cena llena de aditivos y conservantes,
pero ya lista.
Baño
y acostada general con los problemas de siempre, lavada de platos, un café
compartido con mi marido, mi disciplinada
tarea que cumplo al pie de la letra. No
podrá quejarse: soy una paciente ejemplar. Y cuánto más difícil es ser un
ejemplo de madre de ama de casa.
Más
tarde. Hice mi infaltable recorrida para apagar luces y reacomodar frazadas.
Cuando corrí a Snoopy, a punto de asfixiar a María, descubrí, apretada en su
puñito, la lapicera. Cómo explicarle lo
que sentí, Ana María.
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