lunes, 17 de noviembre de 2014

21

Martes 12
Omelette de queso/Yogur
Medallones de pollo con choclo a la crema/Manzana
Mejor ni recuerdo las corridas de hoy. A las diez, hora para la curación del ojo: otra vez el bodrio de colocar a los chicos (Felisa dónde estará). Resolví, finalmente, llevarlos a lo de mamá.
Amansadora en la sala de espera y mi desesperación porque a las doce tenía que buscar a María. Llegué cuando ya estaba en la puerta, con una carita que bien le conozco, las lágrimas prontas a brotar. Es notable cómo se angustia ante cualquier demora; parece que temiera ser abandonada. Una vez, cuando Federico era recién nacido, dejé a los dos en el auto estacionado justo enfrente de la farmacia. Yo los veía a través del vidrio. No creo haber tardado ni cinco minutos, pero cuando volví la encontré presa de un ataque de nervios. Desde entonces no quiere quedarse sola ni un instante. ¿Tan grave fue mi falta para que el castigo sea la claustrofobia de mi hija? Ella recuerda la situación (¡tenía dos años!) y no pierde oportunidad de echármela en cara. Sin embargo, hablar del tema no elimina sus temores, pese a las premisas que algunos/as sostienen.
Hoy, además, estaba ansiosa por comunicarme que van a empezar a escribir con tinta.
Pasé a buscar a los dos menores y llegué a casa con media hora para darles de comer y preparar a Fede para el Jardín. Sin un segundo para percibir si el ojo me dolía. Les hice omelette de queso (recuerdo de mi infancia cada vez que mamá estaba apurada) y hasta pude adecentarlo al gordo, roñoso después del helado convidado por su abuela. No se salvaron ni las medias. Creo que aún no ha nacido el niño que pueda enfrentarse a un cucurucho y salir incólume. Como no fui muy suave en mis maniobras, protestó como un descosido y se negó a colaborar aunque fuera poniendo el brazo en la manga enarbolada. No desplegué mi furia porque ya estaba pensando cómo solucionaría la tarde: impostergable mi encuentro con Verónica y la ida al supermercado: freezer y heladera agotados. Conseguí que ella viniera a casa, pese a sus paralelas dificultades para ubicar a las chicas. Apareció con Josefina que, afortunadamente, jugó bien con María toda la tarde. Paula durmió y pudimos adelantar bastante.
Verónica se quedó con las nenas mientras fui a buscarlo a Federico. Tomamos la merienda y, como ella también padecía de desabastecimiento, decidimos salir con los cuatro para Disco. No fue muy brillante la idea porque hincharon como de costumbre pero mi paciencia fue menor que la escasa habitual. Cuando estaba cerca de las cajas, retando alternativamente a uno a y otro, mientras Verónica compraba las últimas cosas, descubrí en la cola vecina a Montes y a su mujer. Me morí de vergüenza de que me hubiera descubierto violando todas las reglas, yo que en el consultorio parezco tan civilizada. Qué molestos son esos encuentros fuera de encuadre. No se sabe si sobrellevar una conversación acerca del precio de la carne, si hablar sobre la dentición de los niños o mirar hacia otro lado y hacer de cuenta de que estamos a kilómetros de allí. Opté por esto último luego del saludo reglamentario, mientras contenía mis ganas de estrangularlos a todos, Josefina incluida, tocando cuanto encontraban a su alcance o alcanzaban.
Llevé a Verónica hasta su casa y, en la librería de al lado, le compré a María su primera lapicera, que eligió interminablemente (y no fue la única emocionada). Retorné a mi hogar con los tres monstruitos y miles de bolsas que los tiernos infantes se empeñaron en trasladar. La mitad aterrizó en la vereda, hasta se rompieron tres huevos. Recordé una escena remota. Después de un día complicado (para los parámetros de ese momento), que incluía la pelea por los azulejos de la cocina que había comprado sin consultarme, Luis subió al auto y ¨tiró¨ su portafolios sobre mi panza que, además de a María, albergaba una docena de huevos. Se rompieron los doce sobre mi jumper, prestado para colmo. Me puse a llorar de bronca, de impotencia, y a Luis le agarró un ataque de risa. Estuve a punto de asesinarlo, pero me contuvo la idea de que mi hija naciera huérfana. Terminamos a las carcajadas los dos.
Por fin bajamos todos y todo. Guardé lo perecedero y me dispuse a preparar la cena. Previsoramente había comprado medallones de pollo y choclo a la crema. Cuando estaba poniendo la mesa apareció Luis, de excelente humor, con churrascos y tomates, comentando que hacía rato que tenía antojo de comer un buen bife. Pese a su desilusión optamos por la suculenta cena llena de aditivos y conservantes, pero ya lista.
Baño y acostada general con los problemas de siempre, lavada de platos, un café compartido con mi marido,  mi disciplinada tarea que cumplo al pie de la letra. No podrá quejarse: soy una paciente ejemplar. Y cuánto más difícil es ser un ejemplo de madre  de ama de casa.

Más tarde. Hice mi infaltable recorrida para apagar luces y reacomodar frazadas. Cuando corrí a Snoopy, a punto de asfixiar a María, descubrí, apretada en su puñito, la lapicera. Cómo explicarle lo que sentí, Ana María.

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