Viernes 8
Tarta de jamón y
queso con ensalada de remolacha y huevo/Banana
Albóndigas en
salsa con arvejas/Mandarina
Pese
a las predicciones de la doctora, mi ojo amaneció de tamaño normal, salvo una
ligera e intermitente picazón del párpado, sobre todo cada vez que recuerdo, en
mis ratos de ocio, escasísimos por cierto, la intervención. De todos modos, no
tuve demasiada oportunidad de hacerme la delicada porque niños y casa clamaban
por mí. Amanecí furiosa con Felisa. Me indigna que ni siquiera me haya llamado
para comunicarme cuándo piensa volver. Me imagino charlas cien y venganzas mil.
Aunque dudo de que las lleve a la práctica porque, además de que sé que ella
tampoco se está divirtiendo, me aterroriza que se produzca un quiebre en
nuestra excelente relación. Por el momento sigo apechugando, qué otra me queda.
Hasta limpié el piso del living, ineludible ya que Paula se entretuvo
desmenuzando un alfajor, para colmo de chocolate, contra el blanco piso.
Chiquero completo a pesar del chirlo en la cola que se ligó y que recibió con
total indiferencia, lo que me indica que ni debe haber atravesado los pañales.
También me indigné con los dos mayores por el estado de sus juguetes, pero con
igual suerte. Creo que los gritos y los retos ya forman parte del folclore
familiar. Les entran por un oído y les salen por otro. Mientras tanto siguen
haciendo lo que les viene en ganas, sobre todo los dos menores. María por
momentos asume su papel de primogénita y trata de ayudarme en las tareas
domésticas. Será al percibir mi desesperación. Hace dos días que se empeña en
lavar los platos. No hay manera de disuadirla y después de que desaparece de mi
campo visual (en realidad cuando yo desaparezco del de ella) tengo que lavar
todo de nuevo, aunque debo reconocer que está haciendo progresos al respecto.
Me enternece verla parada sobre la silla, arremangada, luchando con la esponja
y el detergente, mientras sus hermanos la miran, llenos de admiración. Es
gracioso porque en esta familia todos nos peleamos por lavar los platos. Hace
años que Luis y yo aplicamos una fórmula que me parece perfecta en su
sencillez: en lugar de discutir por no lavarlos, discutimos por hacerlo. El
resultado final es el mismo: nos alternamos ambos, pero con la sensación de que
el trabajo es voluntario y de que uno está aliviando al otro. Lo trasladamos al
baño de los chicos, a las levantadas a la noche y a tareas diversas. Deberíamos
patentar el mecanismo. Evitaría más de un divorcio.
Ya
la una de la mañana. Luis duerme a mi lado y los chicos en completo silencio.
Me siento bien. Orgullosa de haber generado tanta vida, casi pese a los deseos
del mismo Luis. Soy la absoluta responsable de mi diario calvario que, en el
fondo, me divierte.
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