miércoles, 12 de noviembre de 2014

19

Domingo 10
Fideos con manteca y queso/Yogur
Tarta de choclo con ensalada de tomate y huevo/Manzana
Terminábamos de vestirnos para ir al zoológico cuando nos sacudieron los alaridos de Paula. En un instante reconocí que esta vez no era una pavada. Es curiosa la posibilidad que tenemos las madres de discriminar los llantos. La oí y se me paró el corazón. No me había equivocado. La encontré con el dedito contra el marco de la puerta mientras Federico, adentro del baño, seguñia intentando cerrar, sin relacionar los gritos de su hermana con la extraña resistencia ofrecida por la puerta.
Luis se me anticipó y la liberó. ¿Se lastimó mucho?, pregunté sin animarme a mirar. Mucho. Junté coraje, la tomé en brazos y le puse el dedo debajo de la canilla abierta. Casi me desmayo: la punta del meñique colgando de un hilo. Sangre y más sangre. Solo atiné a buscar una gasa y a atarle el dedito, más para no vérselo que pensando que con eso solucionaría algo. Al Hospital de Niños, decidió Luis.
Salimos como pudimos y dejamos a los chicos, aterrorizados, en casa de mamá. Nunca lo vi manejar así a Luis, siempre tan prudente. Paula no paraba de llorar. Yo tampoco, pese a las órdenes de Luis. Hasta que logré pensar: ¿qué es lo peor que puede pasarle?, ¿que pierda el dedo?; si eso es lo más grave que le sucederá en la vida ni siquiera tengo derecho de quejarme. Absurdamente me serené y, como por arte de magia, Paula dejó de llorar y se adormeció.
Por fin llegamos. La atendieron rapidísimo. Entramos al ¨quirófano¨ (suena presuntuoso llamarlo así) de guardia, donde la acostaron en una camilla. Una doctora nos pidió que saliéramos. Le pregunté si era imprescindible. Es preferible, me contestó, la nena estará más tranquila. Nos miramos y salimos luego de despedirnos de Paula, calma pese a todo. Me sentí horrible. No había sabido imponerme, no había defendido a mi hija. Había pesado más mi ancestral respeto a las normas establecidas. Me acordé de Montes, de Escardó, de todos lo que me habían enseñado, personalmente o por escrito, que tenía que estar con ella. Al rato un grito agudo, después silencio. Pensé que se había desmayado. Luis fue a averiguar qué había pasado. Entró y salió contándome que la nena, increíblemente, estaba acostada escuchando a una enfermera que le charlaba mientras la doctora operaba en su mano. Le sugirió que le llevara caramelos. Luis regresó al instante con un paquete de pastillas, creo que el primero que compra en su historia de padre, nosotros siempre tan remisos a las golosinas.
No mucho después nos devolvieron a una Paula colorada pero tranquila, con un enorme dedo blanco y un paquete de pastillas agarrado en la otra mano. No hubo fractura, le cosieron el dedito que, según vaticinan, le quedará bien. En el auto se quedó dormida en mis brazos, aferrada a las pastillas. Se despertó cuando bajamos en lo de mamá. María no había parado de llorar desde que la dejamos y le cambió la carita  al ver a su hermana sana y salva. Federico estaba escondido en la cocina, quizá temiendo nuestro reto. Luis lo trajo alzado. Fue sin querer, Paulita, fue sin querer, decía como un disco rayado. Y estoy convencida de que fue sin querer más allá de las interpretaciones que más de una haría al respecto.
El drama casi se vuelve a desatar cuando pretendimos que convidara pastillas a sus hermanos. Desistimos apresuradamente.
Ya en casa, Paula no quiso almorzar. Se acostó con el paquete en la manito. Su talismán. Y con él se despertó, por suerte sin aparentes dolores.
Recién a la tarde recapacitamos que tendríamos que haberle avisado a Montes. Lo llamé con culpa. Dijo que la lleváramos mañana al consultorio.
Siguió transcurriendo el domingo. Mágicamente minimizado el fastidio de hacer las camas y lavar los platos. Hay cosas más importantes por las cuales hacerse problema. Y en lugar de estar mal por el accidente estaba contenta porque todo había salido bien. Es curioso el ser humano. Impredecible.
De todos modos algo me queda claro: el dedo de Paula había sido mi dedo. Y fue total la certeza de que habría pagado para que hubiéramos podido intercambiar las manos, los dolores. Creo que bien me merezco un descanso. Luis está contándole cuentos a Federico que quedó en peor estado que Paula.

En este instante me siento tan responsable por cada uno de los cuatro que me duele el cuerpo. También de amor.

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